San Enrique I, emperador de Alemania.
(† 1024)
El admirable emperador de Alemania san Enrique, por sobrenombre "el piadoso", nació en el castillo de Abaudia, sobre el Danubio, y fue hijo de Enrique, duque de Baviera, y de Gisela, hija de Conrado, rey de Borgoña. Lo bautizó el santo obispo de Ratisbona, Wolfango, el cual tomó a su cuenta la educación del niño y lo hizo letrado, y aficionado a toda virtud. Habiendo heredado el santo príncipe los estados de su padre, fue elegido con gran conformidad por emperador de Alemania, sucediendo en el imperio a Otón III. Consultaba con Dios todo lo que había de disponer en el gobierno de sus vasallos, orando fervorosamente, dando largas limosnas, y tomando el parecer de los varones más santos y prudentes. Estando un día para asistir a unos espectáculos o fiestas públicas que parecieron mal a san Popón, abad, el cristiano príncipe luego las dejó y mandó que no se hiciesen. Reparó muchas iglesias que estaban destruidas de los esclavones y otros bárbaros, y amplificó en todo su imperio la religión católica y el culto divino. Habiendo vencido a Roberto, rey de Francia, y hecho paces con él, juntó un buen ejército contra los infieles, especialmente los polacos, bohemios, moravos y esclavones, y ciñéndose la espada que había sido de san Adriano mártir, salió a campaña, haciendo voto a san Lorenzo de reedificar su iglesia de Merseburgo si le alcanzaba victoria. Y cuando le salieron al encuentro los príncipes enemigos con un formidable ejército de gente innumerable, mandó que todas sus tropas se confesasen y comulgasen, como solían hacer, en semejantes ocasiones, y los exhortó a pelear animosamente, esperando el favor del cielo. Dio el Señor entera victoria de sus enemigos al santo emperador, el cual hizo tributarias a Polonia, Bohemia y Moravia, y declaró luego guerra a los borgoñones, que aunque estaban muy poderosos y armados, se le rindieron sin querer pelear. Pasó más tarde a Italia para restituir, como lo hizo, a la silla de san Pedro a Benedicto VIII, de la cual había sido injustamente despojado. Recobró con gran valor la provincia de la Pulla, que le habían usurpado los griegos, y fue coronado en Roma con gran solemnidad por el papa Benedicto. Cuando volvió a Alemania, quiso pasar por Francia y visitar el monasterio cluniacense que florecía con gran fama de santidad, y estando allí oyendo misa de la Cátedra de san Pedro, llevado de un gran fervor ofreció en ella su corona de oro llena de preciosísimas piedras. Finalmente, después de tantas victorias y obras heroicas de virtud, viendo que llegaba su última hora, llamó a los príncipes del imperio, y tomando por la mano a su mujer, santa Cunegunda, se la encomendó encarecidamente, declarando que era virgen, y que ambos habían guardado castidad y vivido como hermanos. Murió el santo emperador a la edad de cincuenta y dos años.
Reflexión:
Grande es la obligación que tienen los príncipes y gobernantes cristianos de amparar nuestra santísima religión. Del cumplimiento de este sagrado deber depende, como has leído, la prosperidad de los estados, porque la religión inspira, así a los gobernantes como a los pueblos gobernados, sentimientos de toda virtud y justicia, que son la mejor garantía de la paz y felicidad de las naciones. Pero ¿qué ha de suceder si en la corte y en el reino imperan la irreligión, el egoísmo, la inmoralidad y la falta de toda justicia y temor de Dios?
Oración:
¡Oh Dios! que en este mismo día trasladaste al bienaventurado Enrique, tu confesor, desde el trono de la tierra al reino de la gloria; te rogamos humildemente que nos des tu ayuda para despreciar, como él, los halagos de este mundo, y llegar a ti por la inocencia de nuestras costumbres. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Fuente: Flos Sanctorum, P. Francisco de Paula Morell, 1890
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