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miércoles, 30 de marzo de 2016

San Juan Clímaco, abad (30 de marzo)


San Juan Clímaco, abad.

(† 605.)

El glorioso abad del monte Sinaí san Clímaco fue, a lo que se cree, natural de Palestina, y siendo mozo de dieciséis años bien enseñado en las letras humanas, se ofreció a Cristo nuestro Señor en agradable sacrificio, retirándose del mundo en un monasterio del monte Sinaí, donde por espacio de diez años brilló a los ojos de los monjes como perfecto dechado de todas las virtudes. Pasó después a la vida solitaria y escogió un lugar llamado Tola, que estaba al pie del monte y a dos leguas de la iglesia de la Santísima Virgen, que el emperador Justiniano había hecho edificar para los monjes que moraban en las rocas y asperezas del Sinaí: y en aquella ermita vivió Juan por espacio de cuarenta años, con tan gran santidad, que todos lo llamaban Ángel del desierto. Lo levantó el Señor al estado angelical de la oración continua; y no pocas veces lo vieron levantado de la tierra y suspenso en el aire, resplandeciendo en su rostro la gracia de Dios, y las delicias celestiales que estaba gozando su alma. Le sacó al fin el Señor de su ermita para que fuese el abad y maestro de todos los monjes del Sinaí, y a ruego y súplica de ellos escribió el famoso libro llamado Escala espiritual, en el cual se describen treinta escalones por donde pueden subir los hombres a la cumbre de la perfección. Su lenguaje santo es por sentencias, y admirables ejemplos. Dice que en un monasterio de Egipto donde moraban trescientos y treinta monjes, no había más que un alma y un corazón; y que a pocos pasos de este monasterio había otro que se llamaba la Cárcel, donde voluntariamente se encerraban los que después de la profesión habían caído en alguna grave culpa, y hacían tan asombrosas penitencias, que no se pueden leer sin llenarse los ojos de lágrimas y temblar las carnes de horror. Se encomendaba en las oraciones de este varón santísimo el venerable pontífice san Gregorio Magno; y el abad Raytú, en una epístola que también le escribió, le pone este título: "Al admirable varón, igual a los ángeles, Padre de Padres, y doctor excelente, salud en el Señor". Habiendo pasado el santo sesenta y cuatro años en el desierto, a los ochenta de su edad, entregó su alma purísima y preciosísima al Señor. 


Reflexión: 

No parece sino que hace el santo el retrato de sí mismo cuando en su Escala espiritual habla del grado de oración continua. "Esta oración, dice, está en tener el alma por objeto a Dios en todos los pensamientos, en todas las palabras, en todos los movimientos, en todos los pasos; en no hacer cosa que no sea con fervor interior, y como quien tiene a Dios presente". ¡Oh! ¡Qué agradable sería a los divinos ojos, y qué limpia de todo pecado estaría nuestra alma, si considerásemos que nuestro Señor nos está siempre mirando! Ofrezcámosle siquiera por la mañana todos nuestros pensamientos, palabras y obras, y cuando nos viéremos en alguna tentación o peligro de pecar, digamos: ¡Dios me ve, no quiero ofender a mi Dios! Y no imaginemos que tu Dios y Señor esté ausente allá en las más encumbradas alturas de los cielos, donde ni te ve ni te oye: porque está presente en todas partes, y más cerca de ti que el amigo con quien conversas; está alrededor de ti y dentro de ti, penetrando tu cuerpo y tu espíritu; y tú te hallas más sumido en la inmensidad de su ser divino, que el pez metido en las aguas. 

Oración: 

Te suplicamos, Señor, que la intercesión del bienaventurado Juan, nos haga recomendables a tu divina Majestad, para que consigamos por su protección lo que no podemos alcanzar por nuestros merecimientos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.


Fuente: Flos Sanctorum, P. Francisco de Paula Morell, 1890

viernes, 4 de noviembre de 2011

SILENCIO... Soledad y Silencio



De la Locuacidad y del Silencio.



1. Ya hemos visto cuan peligroso es juzgar al prójimo y cómo este vicio alcanza aun a los de apariencia espiritual; aunque se puede agregar que ellos son juzgados y atormentados con su propia lengua. Ahora me resta decir que ella es la causa de este vicio y explicar rápidamente que por esa puerta es por donde entra y sale.



2. La locuacidad es la silla de la vanagloria, sobre la que ella se descubre y se muestra. Es la marca de la ignorancia, puerta de la calumnia, madre de la villanía, servidor de las mentiras, reina de la contrición, artífice de la pereza, destierro de la meditación y destrucción de la plegaria.



3. Por el contrario, el silencio es madre de la oración, reparo de la distracción, examen de los pensamientos, atalaya de enemigos, incentivo de la devoción, compañero perpetuo del llanto, amigo de las lágrimas, recordatorio de la muerte, pintor de tormentos, inquisidor del juicio divino, sostén de la santa tristeza, enemigo de la presunción, esposo de la quietud, adversario de la ambición, auxiliar de la sabiduría, obrero de la meditación, progreso secreto para un secreto acercamiento a Dios.



4. El que conoce sus pecados cuida su lengua, pero el charlatán aún no se conoce como debe.



5. El amante del silencio se acerca a Dios, y en lo secreto de su corazón reconoce Su luz.



6. El silencio de Jesús confundió a Pilatos: "La voz baja y humilde conforta el alma, mientras que la vanagloria la destruye."



7. San Pedro dijo una sola palabra, por la que luego lloró al recordar lo que está escrito: "Observaré mis caminos para no pecar con mi lengua" y "Caer por la propia lengua es como caer de lo alto."



8. No quiero detenerme mucho en este punto, aunque las artimañas de este vicio incitan a ello. Hablaba yo con un gran hombre (cuya opinión tenía mucho valor para mí) de la paz de la vida solitaria. La murmuración, me decía, conviene recordar que se engendra en el hábito de la charlatanería, o en la vanagloria, y finalmente en la gula, porque el mucho hablar siempre anda junto al mucho comer.

De allí que muchos que consiguieron refrenar su apetito, lograron también refrenar su lengua.



9. El que se ocupa de la muerte acorta las palabras; y aquél que alcanza la virtud de la aflicción del alma, huye de la murmuración como del fuego.



10. El que ama la soledad, permanece callado; pero aquel que se complace en el trato con los hombres, es sacado de su celda por su pasión.



11. El que ya sintió el ardor del fuego del Espíritu Santo, huye del trato de los hombres mundanos como la abeja del humo, pues como el humo daña a los insectos, asila compañía de los hombres es perjudicial al recogimiento. El agua de un río no corre derecho si no tiene un cauce por donde hacerlo ni riberas que lo detengan. Pocos hombres pueden sofrenar su lengua y afrontar a tan peligroso enemigo.





Undécimo Escalón, Santa Escala, 3 p; San Juan Clímaco

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