San Efrén, diácono y confesor.
(† 379.)
Uno de los más esclarecidos doctores de la Iglesia de Siria fue san Efrén, el cual nació en la ciudad de Nisibe y fue hijo de padres labradores, pero ilustres por la confesión de la fe y por la sangre de los santos mártires, que honraron su cristiana familia. Se crió con tan gran inocencia, que en el libro de su Confesión no se acusa más que de dos culpas de su niñez: fue la una haber echado a correr por los montes tras una vaca de un vecino suyo, la cual se perdió y fue devorada por las fieras; la otra, haber puesto una vez en duda que todas las cosas anduviesen ordenadas por la Providencia divina. Se retiró al yermo; mas habiéndole mostrado el Señor que quería servirse de él para bien de muchos, pasó a la ciudad de Edesa, donde fue ordenado de diácono, y aunque más tarde quería el glorioso san Basilio hacerle sacerdote, nunca pudo acabar con él que aceptase aquella dignidad. Supo otra vez que venían para hacerlo obispo y comenzó él a fingirse loco y hacer visajes en la plaza, andando aprisa y corriendo por las calles, y rasgando sus vestiduras, y comiendo delante de todos, para que lo dejasen y menospreciasen los que querían encomendarle el gobierno de la Iglesia. Era elocuentísimo predicador de Jesucristo, y convirtió a la fe gran número de idólatras y herejes: y de una disputa que tuvo con Apolinar, salió aquel famoso hereje tan atajado y corrido, que no supo decir palabras, y con tan gran tristeza y angustia de corazón, que le dio una enfermedad de que llegó a las puertas de la muerte. Tenía también el glorioso san Efrén unas entrañas muy blandas con los pobres, y en una grande hambruna que en su tiempo afligió mucho a la ciudad de Edesa, viendo que perecían muchos pobres y que los ricos apretaban la mano y los dejaban morir, los reprendió gravemente, y con las limosnas que recogió armó trescientas camas para los enfermos, vistió a los desnudos y dio de comer a los hambrientos. Y para que no faltase el alimento espiritual de las almas, escribió muchos libros en lengua siriaca, los cuales eran tan estimados que, como dice san Jerónimo, se leían públicamente en algunas iglesias después de la Sagrada Escritura. Son todas las obras de esta santo Padre muy espirituales, y en ellas resplandece su gran ingenio y su elocuencia singular, y sobre todo un espíritu celestial y soberano, suave, eficaz, blando y fervoroso de que Dios le había dotado. Finalmente estando ya para morir escribió aquella admirable exhortación llena de santísimos documentos, llamada el Testamento de san Efrén, y encomendó encarecidamente que no le enterrasen con vestidura preciosa, ni en sepulcro, ni en templo, sino en el cementerio de los pobres y peregrinos: mas el Señor tomó por su cuenta el honrarle y hacer su nombre inmortal y glorioso en toda la universal Iglesia.
Reflexión:
Poseemos en la Iglesia católica tal abundancia de libros escritos por autores doctísimos y santísimos, que es para alabar a Dios. Su profunda sabiduría asombra al ingenio humano y el olor de santidad que se percibe en su lectura, reanima al lector más aletargado por el frío de la duda, o la ponzoña del error y de los vicios. Pues ¿por qué no se han de leer tan buenos libros que dan luz y calor, y sanidad perfecta al espíritu? ¿Por qué se han de leer libros malos que le llenan de tinieblas y de frío glacial, y lo sumen en un letargo de muerte?
Oración:
¡Oh Dios! que nos alegras en la anual solemnidad de tu bienaventurado confesor san Efrén, concédenos propicio, que imitemos las buenas acciones de aquel santo cuyo nacimiento para el cielo celebramos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Fuente: Flos Sanctorum, P. Francisco de Paula Morell, 1890
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