La Crucificción (Dietisalvi di Speme)
En la Vicisitud de la Iglesia, la Esperanza
Las vicisitudes de la Iglesia deben inspirarnos una esperanza más profunda, porque siempre son presagio de sus triunfos.
Verdadera y divina es la religión que obliga a esperar. Convertir la esperanza en virtud e imponérsela por deber al hombre, ser que desmaya naturalmente y se desalienta al menor contratiempo, decirle "espera", "nunca dejes de esperar", raya con lo divino.
Agradezcamos al cielo las nobles, a la vez que vivas y fuertes inspiraciones que nos sugiere la esperanza cristiana a través de los desengaños y agitaciones de la vida actual.
En medio de la tristeza que devora hoy al mundo, ¿quién no necesitó de la esperanza cristiana? ¿Nos bastará la esperanza humana, en estos aciagos días, en que la desgracia cunde por todas partes? ¿Cuándo se vio época que mejor probase lo sano que es el consuelo del mundo? ¿Qué corazón ha dejado de sentir lo precisa que es otra vida mejor? ¿Qué días nos movieron con más fuerza a levantar los ojos al cielo, o si no los tenemos puros para tanto, a volverlos al menos hacia la cruz de Jesucristo, árbol santo que nos convida a acogernos bajo su sombra tutelar?
¡Ay! hermanos, póngome a escuchar de lejos los gemidos que exhala el género humano, y quedo convencido de que nunca encerraron mayor amargura, ni más atroz desesperación. Recorre mi vista alrededor nuestro, y todo lo que oigo son murmullos, llantos, ayes. Pues, y si me paro a percibir el eco que contesta en lontananza a nuestros tristes acentos, ¿qué es lo que resuena a mis oidos? Lúgubres voces, el grito del pueblo, las quejas del rico y los clamores del pobre. ¡Dios mío! ¡Bien sabéis cuán gran compasión me inspiran los males del desvalido! ¡Ah, concedednos, Señor, que ya que nos asedie la desventura, corramos a echarnos a vuestros pies, abrigándonos bajo la cruz y tomándola para siempre por asilo y refugio!
Hermanos míos, ¿hay entre vosotros quién se empeñe aun en clavar los ojos en la tierra o extraviarlos por el mundo? Pues si lo hay, que salga al frente y me conteste. Vos hermano, vos que os habéis condenado a buscar con tanto afán en este mundo una felicidad que os huye luego que la habéis creído alcanzar; vos que quizás estáis ahora mas lejos de ella que nunca; decidme, decidme sí, por piedad, dónde hallaré un asilo resguardado del dolor y bajo el cual pueda cobijarme; indicadme a qué grandeza inexpugnable me sería dable aspirar; nombradme, en fin, una pasión que, no temiendo ser acosada por borrasca alguna, me ofrezca un sitio en que descanse mi alma.
Todo se reduce en este destierro a desengaño, embuste y fragilidad. Nos huye la tierra bajo los pies, en tanto que se nubla el cielo sobre nuestras cabezas. ¿Qué me responderéis si os pregunto: ¿Será mejor el porvenir que el pasado?? Enfermos se hallan todos los corazones, paralizados los espíritus más capaces, y reducidos al silencio los sabios mas competentes. Dejadnos, pues, cristianos, dejadnos que volviendo los ojos al cielo y contemplando la cruz de Jesucristo, repitamos mil y mil veces: "Sois mi salvación, Dios mio" "¡Mío sois, pues ya os posee mi esperanza!" "¡Bendito seais!"
Sí, Dios mío, de algunos días a acá, se vuelven más fácil y gustosamente las miradas y los corazones hacia vos. Reconócese que ya nada hay fuera de vos y que vuestra misericordia y vuestra cruz tutelar son nuestra única salvaguardia en el dia supremo. Para todo el mundo católico no existe en esta época más sombra protectora ni más cielo que el árbol santo de la cruz. Gracias, pues, Señor, gracias os sean dadas perennemente por la bondad con que nos habéis tratado. (...) ¡Ah!, no, no tardará en llegar el venturoso día en que reinando en nuestros corazones un solo pensamiento y consagrándose nuestras inteligencias a publicar vuestra misericordia, descansaremos todos al amparo de la cruz y en el seno de la caridad y de la paz. Con razón espera la Iglesia de Jesucristo; esa predilecta esposa del Hijo de Dios no desmaya por más aflicciones y contratiempos que la aquejen; espera siempre, y cual dice san Pablo, aun contra la misma esperanza espera: "In spem contra spem" (Rom. 4, 18) Venid acá, hijos ingratos, que la abrumáis de sinsabores, aun en medio de sus calamidades; venid y decidnos si de dieciocho siglos a esta parte, la habéis visto, o decaída de ánimo, o demudado el semblante; a pesar de los funestos días que ha pasado. ¡Ah, y qué niños sois! La Iglesia, mal que os pese, ha resistido y se ha cubierto de canas en las luchas más tremendas. A sus pies cayeron Nerón y Juliano, el Apóstata; vencidos por la sola fuerza de su pensamiento. ¡Hombres eran aquellos dos, y vosotros no sois sino pobres pigmeos! La Iglesia, al hallarse en el centro de sus más terribles peligros, se detiene pensativa y clavando los ojos en el cielo, y apoyando las manos en la cruz, resiste los más furibundos embates de las ideas humanas: Le flaquearán, si queréis, las rodillas; sucumbirá también, mas no tardará en levantarse con nuevo aliento, reforzada por el poderoso brazo de la humillación y la oración. Cuando cae postrada, llora sobre la piedra removida del glorioso sepulcro, de donde brotaron en un día solemne, todas sus inmortales esperanzas. Espera la Iglesia con confianza ese tercer día que nunca le ha faltado, y mientras aguarda, notan los que la conocen, que a través de sus lágrimas, oscila la serenidad evangelica. (...)
Espera siempre la Iglesia, parece baja, a veces, al sepulcro; pero desde el fondo del abismo, manifiesta todo el resplandor de los cielos. Abarca con una sola mirada los cabos de la eternidad y desvaneciéndose en este horizonte sublime, el escándalo de sus dolores quedan desarrolladas a sus ojos todas las promesas de la sabiduría eterna.
Enemigos de la Iglesia, hoy celebrais sus padecimientos; pero al día siguiente presenciais ya su lauro y su consuelo. Allá, en sus primeros tiempos, ahogándola iba la sinagoga, cuando un fulminante rayo disparado del Calvario, redujo a cenizas a Jerusalén, y patentizó a todos los pueblos y a todos los siglos que no se toca impunemente al arca del Señor. Llegaron, poco tiempo después, los príncipes paganos, a quienes Dios permitió afligir a su Iglesia. Vedla anegada en su sangre; mas no vayais a clamar: ¡Señor, salvadla que perece!
Basta con mi cruz para salvarla, dice Jesús, y convirtiéndose
el mar de sangre cristiana en semilla de nueva sangre cristiana, resplandece el catolicismo cual nunca. Al cabo de tres siglos de persecución, la Iglesia, suspensa entre el cielo y la tierra, y sin poder alguno humano que la sostenga, demuestra que tantos y tan solemnes triunfos le prometen la eternidad. Hallóse un hombre, Diocleciano, que celebró por escrito la extinción total de los cristianos; mas, apenas acababa su trabajo cuando ya se levantaba la aurora del día en que subiendo triunfante la cruz al Capitolio, proclamaban los cielos la victoria del Crucificado, quedándose seca la mano del César, vencido y arrodillándose los pueblos a porfía, a los pies de los sucesores de San Pedro. Entonces empezó una nueva era para la ciudad eterna. Pero no habían trascurrido muchos años desde que la religión pareciera sentarse con Constantino en la cumbre del imperio y del mundo, y otra vez la vemos acometida, por todas partes, a impulso de repetidos y terribles combates. Estrelló ella, sin embargo, sus cabezas orgullosos en la silla de san Pedro y en los parapetos levantados por sublimes concilios en defensa de la fe, y mantenidos hasta que la asamblea Tridentina destruyó, quizás definitivamente, todos los artificios de los herejes de todas las épocas, y descargó en último lugar un golpe tremendísimo al protestantismo... Así se cumplieron las profecías evangélicas.
Hermanos, no ignoráis que tras del triunfo de la Iglesia, surgieron pruebas muy tremendas. Vióse la esposa de Jesucristo atacada por hijos ingratos, que la despedazaron las entrañas con manos parricidas. Pero en vano luchó el escándalo; armándose ella de un denuedo extraordinario, reportó la victoria inspirando, a sus hijos fieles, ese heroismo de virtud con el que nada hay que comparar. Entonces, sí que pudo, en medio de sus dolores, repetir el cántico divino: "Frecuentemente me atacaron mis enemigos desde los días de mi juventud; pero aniquiláronse cuantos esfuerzos se hicieron contra mí".
Ya, hermanos míos, hemos considerado que las pruebas a las que Dios somete a su Iglesia, deben inspirarnos una esperanza más profunda, pues siempre las sigue el día del consuelo.
Félix Dupanloup, "Valor Cristiano", 1855
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