(...)Y si alguno pregunta por qué Cristo puso en manos de un ladrón la bolsa de los pobres y encargó su administración a un avaro responderemos que sólo Dios conoce esos arcanos. Sin embargo, si algo se puede decir conjeturando, diremos que fue para quitar toda causa de excusa. Pues así no podía Judas excusarse diciendo que por necesidad del dinero lo había hecho, ya que podía saciarla teniendo la bolsa en sus manos; sino por excesiva maldad; maldad que Cristo quería corregirle; y por tal motivo usó para con él de suma indulgencia. Y así, aun sabiendo que robaba, no lo reprendía ni le impedía su mala codicia, para quitarle toda excusa. Les dice, pues, Jesús: Dejadla en paz. Guardaba este ungüento para el día de mi sepultura. Con recordar su sepultura nuevamente amonesta al traidor; pero semejante amonestación no lo conmovió, ni lo ablandó aquella palabra, que podía haberlo movido a compasión. Porque fue como si le dijera: Te soy molesto y gravoso; mas espera un poco y moriré. A esto se refería al añadir: Pero a Mí no siempre me tendréis con vosotros.
Pero nada logró doblegar a aquel hombre feroz y loco; ni aunque muchas otras cosas hizo Jesús por él y le dijo, como fue lavarle los pies en aquella noche y hacerlo partícipe de su mesa, cosa que podía ablandar aun el ánimo de los ladrones; y dirigido muchas otras palabras que hubieran podido conmover aun a una roca. Y todo esto en el mismo día de la traición y no con antelación grande, para que no se lo borrara de la memoria el discurso del tiempo. Pero Judas, por encima de todo, persistió en su maldad.
Cosa dura es la avaricia. Dura en verdad y tal que cierra ojos y oídos y torna a los hombres más crueles que las fieras, y no los deja pensar en sus responsabilidades de conciencia, ni en amigos, ni en la compañía con quien están, ni en la salvación de la propia alma; sino que a quienes cautiva los aparta de todos los demás y los esclaviza con una insoportable tiranía.
Y lo peor de semejante servidumbre tan recia, es que persuade a sus subditos de que deben estarle agradecidos; de modo que cuanto más se le sirve tanto más se agranda su deleite, de manera que viene a ser incurable. A Giesi, de discípulo del profeta ella lo tomó en leproso; ella perdió a Ananías; ella hizo traidor a Judas; ella corrompió a los príncipes de los judíos, pues recibían dones y se hacían socios de ladrones; ella causó muchas guerras y colmó de sangre los caminos y de lamentos las ciudades; ella tornó execrables las mesas, impuros los banquetes, inicuas las comilonas.
Con razón Pablo la llamó esclavitud de ídolos; pero ni aun así logró derrocarla. Pero ¿por qué la llama idolatría? Es que muchos poseen riquezas, pero no se atreven a tocarlas, sino que las tienen como sagradas y las transmiten intactas a sus nietos y a sus descendientes; y no se atreven a poner mano en ellas, como si fueran dones consagrados a Dios. Y si alguna vez se ven obligados a usarlas, proceden como si cometieran un sacrilegio. Como un gentil que adorara un ídolo de piedra, así tú defiendes el oro con puertas y trancas; y haces del arca, tu templo; y lo depositas en vasos de plata.
Dirás que tú no adoras a semejante ídolo, como lo hacen con los suyos los gentiles. Es verdad, pero le rindes pleno culto. Semejante avaro, antes que entregar su ídolo, entregaría sus ojos y su alma. Así proceden los amantes del oro. Insistes: ¡pero es que yo no adoro el oro! Tampoco el gentil adora al ídolo, sino al demonio que habita en el ídolo. Y tú, aun cuando no adores el oro, pero adoras al demonio, quien con la codicia y vista del oro penetra en tu alma. Peor que un demonio es la codicia de las riquezas; y tal que muchos lo reverencian más que a sus ídolos los gentiles. Porque los gentiles en muchas cosas no les hacen caso, mientras que los avaros en todo lo obedecen y proceden a cuanto él les sugiere. ¿Qué dice la avaricia? Sé enemigo y adversario de todos, olvídate de la común naturaleza, desprecia a Dios, sacrifícate a mí: ¡y en todo eso los avaros le obedecen! A los ídolos se les sacrifican ovejas y bueyes, pero la avaricia impera: ¡sacrifícame tu alma! Y el avaro lo acepta y lo hace.
¿Observas los altares que tiene? ¿Qué sacrificios ofrece? Los avaros no poseerán el reino de Dios, y sin embargo tal cosa les da temor. Por lo demás semejante pasión es débilísima, puesto que no es congénita, no es connatural. Si lo fuera estaría con nosotros desde el principio. Sin embargo, allá a los principios no había oro, y nadie amaba el oro. Y si queréis os diré de dónde se originó este mal. Cada cual emulaba a sus predecesores y así agravaron la enfermedad; de modo que cada antecesor, aun sin pretenderlo, incita al que le sigue. Cuando ven las espléndidas mansiones, la abundancia de campos, los rebaños de siervos, los vasos de plata, la multitud y montones de vestidos, ponen todo su empeño en superar tales riquezas; de manera que los primeros son causa de semejante codicia para los segundos y los segundos para los que luego siguen. Si los primeros hubieran querido proceder modestamente no se habrían convertido en maestros de los siguientes; y en consecuencia, éstos no tendrían excusa alguna. Pero aun así no tienen excusa, ya que muchos despreciaron las riquezas.
Preguntarás: ¿quiénes fueron los que las despreciaron? Porque lo más grave de todo es que la fuerza de este vicio es tanta que parece imposible que alguien la supere; parece increíble que alguien cultive la virtud contraria. Sin embargo, puedo yo enumerar a muchos que sí la cultivan, tanto en los montes como en las ciudades. Pero ¿qué se gana con eso? No por ello os enmendaréis. Por otra parte, no tratamos ahora de que repartan las riquezas. Yo sí lo querría. Pero pues parece carga excesiva, no lo impongo. Solamente os exhorto a no codiciar lo ajeno y a que de lo que poseéis hagáis limosnas.
Podemos hallar a muchos que viven contentos con lo suyo y lo cuidan y procuran que su modo de vivir sea justo de su trabajo. ¿Por qué no imitarlos, por qué no emularlos? Pensemos en los que nos han precedido. ¿Acaso no es verdad que lo único que de ellos permanece son sus predios, mientras que apenas se ha salvado y se recuerda su nombre? Este, dicen, es el baño de fulano; éste, el suburbio; éste, el mesón de tal o cual otro. Pero ¿acaso no con sólo ver esas cosas gemimos al punto, pensando en la gran cantidad de trabajos que toleraron y en cuántas y cuán valiosas cosas robaron? Pero el dueño no aparece ya en parte alguna. Otros se deleitan con las riquezas de él: precisamente los que él jamás habría creído. Quizá sean sus propios enemigos. Y todo eso mientras él sufre los castigos eternos.
Pues la misma suerte nos espera a los demás. Sin lugar a duda, moriremos y tendremos el mismo acabamiento. ¿Cuántos odios, pregunto, cuántos gastos, cuántas enemistades hubieron aquéllos de soportar? Y ¿qué ganancia obtuvieron? Un castigo eterno, consuelo ninguno, recriminaciones de parte de todos ya durante su vida, ya también después de su muerte. ¿Qué más? Cuando vemos las estatuas de muchos colocadas en sus mansiones ¿acaso no lloramos más aún? Con plena verdad exclama el profeta: En vano se agita y perturba todo hombre que vive. Porque el empeño por tales cosas es una verdadera perturbación: ¡perturbación y empeño superfluos!
Por otros caminos van las cosas de las moradas eternas y de aquellos inmortales tabernáculos. Acá uno trabaja y otro goza del trabajo y sus frutos. Allá cada cual es dueño de sus propios trabajos y frutos, y recibirá multiplicadas las recompensas. En consecuencia, apresurémonos a esos predios y posesiones. Preparemos allá nuestras mansiones, para descansar con Cristo Señor nuestro, al cual sea la gloria juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, por todos los siglos. Amén.
Fuente: http://www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/index.htm
Pero nada logró doblegar a aquel hombre feroz y loco; ni aunque muchas otras cosas hizo Jesús por él y le dijo, como fue lavarle los pies en aquella noche y hacerlo partícipe de su mesa, cosa que podía ablandar aun el ánimo de los ladrones; y dirigido muchas otras palabras que hubieran podido conmover aun a una roca. Y todo esto en el mismo día de la traición y no con antelación grande, para que no se lo borrara de la memoria el discurso del tiempo. Pero Judas, por encima de todo, persistió en su maldad.
Cosa dura es la avaricia. Dura en verdad y tal que cierra ojos y oídos y torna a los hombres más crueles que las fieras, y no los deja pensar en sus responsabilidades de conciencia, ni en amigos, ni en la compañía con quien están, ni en la salvación de la propia alma; sino que a quienes cautiva los aparta de todos los demás y los esclaviza con una insoportable tiranía.
Y lo peor de semejante servidumbre tan recia, es que persuade a sus subditos de que deben estarle agradecidos; de modo que cuanto más se le sirve tanto más se agranda su deleite, de manera que viene a ser incurable. A Giesi, de discípulo del profeta ella lo tomó en leproso; ella perdió a Ananías; ella hizo traidor a Judas; ella corrompió a los príncipes de los judíos, pues recibían dones y se hacían socios de ladrones; ella causó muchas guerras y colmó de sangre los caminos y de lamentos las ciudades; ella tornó execrables las mesas, impuros los banquetes, inicuas las comilonas.
Con razón Pablo la llamó esclavitud de ídolos; pero ni aun así logró derrocarla. Pero ¿por qué la llama idolatría? Es que muchos poseen riquezas, pero no se atreven a tocarlas, sino que las tienen como sagradas y las transmiten intactas a sus nietos y a sus descendientes; y no se atreven a poner mano en ellas, como si fueran dones consagrados a Dios. Y si alguna vez se ven obligados a usarlas, proceden como si cometieran un sacrilegio. Como un gentil que adorara un ídolo de piedra, así tú defiendes el oro con puertas y trancas; y haces del arca, tu templo; y lo depositas en vasos de plata.
Dirás que tú no adoras a semejante ídolo, como lo hacen con los suyos los gentiles. Es verdad, pero le rindes pleno culto. Semejante avaro, antes que entregar su ídolo, entregaría sus ojos y su alma. Así proceden los amantes del oro. Insistes: ¡pero es que yo no adoro el oro! Tampoco el gentil adora al ídolo, sino al demonio que habita en el ídolo. Y tú, aun cuando no adores el oro, pero adoras al demonio, quien con la codicia y vista del oro penetra en tu alma. Peor que un demonio es la codicia de las riquezas; y tal que muchos lo reverencian más que a sus ídolos los gentiles. Porque los gentiles en muchas cosas no les hacen caso, mientras que los avaros en todo lo obedecen y proceden a cuanto él les sugiere. ¿Qué dice la avaricia? Sé enemigo y adversario de todos, olvídate de la común naturaleza, desprecia a Dios, sacrifícate a mí: ¡y en todo eso los avaros le obedecen! A los ídolos se les sacrifican ovejas y bueyes, pero la avaricia impera: ¡sacrifícame tu alma! Y el avaro lo acepta y lo hace.
¿Observas los altares que tiene? ¿Qué sacrificios ofrece? Los avaros no poseerán el reino de Dios, y sin embargo tal cosa les da temor. Por lo demás semejante pasión es débilísima, puesto que no es congénita, no es connatural. Si lo fuera estaría con nosotros desde el principio. Sin embargo, allá a los principios no había oro, y nadie amaba el oro. Y si queréis os diré de dónde se originó este mal. Cada cual emulaba a sus predecesores y así agravaron la enfermedad; de modo que cada antecesor, aun sin pretenderlo, incita al que le sigue. Cuando ven las espléndidas mansiones, la abundancia de campos, los rebaños de siervos, los vasos de plata, la multitud y montones de vestidos, ponen todo su empeño en superar tales riquezas; de manera que los primeros son causa de semejante codicia para los segundos y los segundos para los que luego siguen. Si los primeros hubieran querido proceder modestamente no se habrían convertido en maestros de los siguientes; y en consecuencia, éstos no tendrían excusa alguna. Pero aun así no tienen excusa, ya que muchos despreciaron las riquezas.
Preguntarás: ¿quiénes fueron los que las despreciaron? Porque lo más grave de todo es que la fuerza de este vicio es tanta que parece imposible que alguien la supere; parece increíble que alguien cultive la virtud contraria. Sin embargo, puedo yo enumerar a muchos que sí la cultivan, tanto en los montes como en las ciudades. Pero ¿qué se gana con eso? No por ello os enmendaréis. Por otra parte, no tratamos ahora de que repartan las riquezas. Yo sí lo querría. Pero pues parece carga excesiva, no lo impongo. Solamente os exhorto a no codiciar lo ajeno y a que de lo que poseéis hagáis limosnas.
Podemos hallar a muchos que viven contentos con lo suyo y lo cuidan y procuran que su modo de vivir sea justo de su trabajo. ¿Por qué no imitarlos, por qué no emularlos? Pensemos en los que nos han precedido. ¿Acaso no es verdad que lo único que de ellos permanece son sus predios, mientras que apenas se ha salvado y se recuerda su nombre? Este, dicen, es el baño de fulano; éste, el suburbio; éste, el mesón de tal o cual otro. Pero ¿acaso no con sólo ver esas cosas gemimos al punto, pensando en la gran cantidad de trabajos que toleraron y en cuántas y cuán valiosas cosas robaron? Pero el dueño no aparece ya en parte alguna. Otros se deleitan con las riquezas de él: precisamente los que él jamás habría creído. Quizá sean sus propios enemigos. Y todo eso mientras él sufre los castigos eternos.
Pues la misma suerte nos espera a los demás. Sin lugar a duda, moriremos y tendremos el mismo acabamiento. ¿Cuántos odios, pregunto, cuántos gastos, cuántas enemistades hubieron aquéllos de soportar? Y ¿qué ganancia obtuvieron? Un castigo eterno, consuelo ninguno, recriminaciones de parte de todos ya durante su vida, ya también después de su muerte. ¿Qué más? Cuando vemos las estatuas de muchos colocadas en sus mansiones ¿acaso no lloramos más aún? Con plena verdad exclama el profeta: En vano se agita y perturba todo hombre que vive. Porque el empeño por tales cosas es una verdadera perturbación: ¡perturbación y empeño superfluos!
Por otros caminos van las cosas de las moradas eternas y de aquellos inmortales tabernáculos. Acá uno trabaja y otro goza del trabajo y sus frutos. Allá cada cual es dueño de sus propios trabajos y frutos, y recibirá multiplicadas las recompensas. En consecuencia, apresurémonos a esos predios y posesiones. Preparemos allá nuestras mansiones, para descansar con Cristo Señor nuestro, al cual sea la gloria juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, por todos los siglos. Amén.
Fuente: http://www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/index.htm
No hay comentarios:
Publicar un comentario