domingo, 28 de febrero de 2016

Murmuración: El Demonio se sirve mucho de nuestra Lengua



Murmuración: El Demonio se sirve mucho de nuestra Lengua

(Domingo III de Cuaresma)


“Et illud erat mutum”: Nota este efecto el evangelista como una cosa singular, porque el demonio incita por lo común a los que posee a hablar, valiéndose de la lengua como de un instrumento que nos hace irreparables daños.

EI espíritu tentador enemigo implacable del hombre y que no perdona ocasión ni artificio alguno para dañarle y perderle, tiene en nuestra lengua un fatal instrumento de su malignidad que pudiendo servir a nuestro provecho y vida sirve por su funesto influjo a nuestra perdición y a nuestra muerte. En manos de la lengua está nuestra muerte y nuestra vida. Y el mismo Jesucristo nos dijo: “Tus palabras te justificarán y tus palabras te condenarán”. “De la boca, dice el apóstol Santiago, procede la bendición y la maldición, y de un mismo origen salen en nuestro pecho aguas saludables y dulces, y aguas amargas y llenas de corrupción”. El hombre tiene tiempo señalado para hablar y tiempo para callar. El demonio le hace romper la importante medida y orden de este tiempo, y le pierde por el mismo medio con que él debía alcanzar ganancias y bienes infinitos. Las palabras de Abigail cuando salió al encuentro de David, que venía lleno de furor y de venganzas, la salvaron y libertaron del peligro. Las palabras del amalecita, que dijo al mismo David haber sido el homicida de Saúl, le perdieron e hicieron reo de la muerte. Plutarco refiere que mandando el tirano Amásis a Biante le dijese cuál era la cosa más útil y al mismo tiempo más dañosa al hombre, aquel filósofo le envió uno lengua. En efecto, ninguna cosa más importante al hombre que hablar en el tiempo debido, ninguna más dañosa que hablar cuando el silencio es una estrecha obligación que no puede romperse sin injusticia.
Hemos visto antes las ventajas y utilidades de la corrección, en ella las palabras sanan a nuestro prójimo enfermo y nos hacen dignos de la vida eterna. Veamos ahora los daños y funestas consecuencias de la detracción en la que las palabras son tiros envenenados de la malicia que rompen los sagrados vínculos de la caridad y saetas que, penetrando nuestro mismo corazón, le quitan la vida de la gracia. El demonio, pues, ansioso de nuestra perdición, nos hace trastornar este orden admirable y ventajoso. Nos hace callar en el tiempo que nos obliga la caridad a hablar a nuestro hermano, y nos hace hablar cuando la misma caridad nos inspira y ordena un inalterable silencio. ¡Desgraciados de nosotros si el demonio llega a apoderarse de nuestras lenguas!

Daños horribles de la lengua

David contempla al padre del error y de la injusticia en la boca de Doeg Idumeo, hombre atrevido y desnudo de caridad, que habla a Saúl, contra el profeta rey, censurando todas sus acciones y llenando de oprobio su irreprehensible conducta. Tu lengua no pensó en todo el día sino en horribles injusticias, como una penetrante espada dividió mi corazón, rompió mi honra y dañó mi estimación. Injustas son con efecto y en el más alto grado de inicua usurpación las detracciones que ofenden el honor de nuestro hermano. Si es injusticia robarle sus bienes temporales, ¿cuánto mayor lo será robarle aquel precioso bien que es más estimable que la multitud de las riquezas? Es la lengua una espada penetrante que llega hasta la división del alma; que no perdona clase, distinción, honra, ni bien que no acometa y asole. Jesucristo pedía a su eterno Padre le librase de esta fatal y venenosa espada. Pide en estas palabras, dice san Agustín, le libre no de la cruel lanza que en la cruz había de penetrar su amoroso pecho, sino de la envenenada lengua de sus perseguidores, que fue una aguda espada que le hendió y dividió con más crueldad que los tormentos y la muerte. ¡Oh espada cruel!, tú no perdonaste al hijo de Dios vivo, ni has perdonado jamás a la honesta viuda, a la doncella recogida, al sacerdote virtuoso, al religioso penitente; todo lo abrasas, todo lo destruyes, todo lo asolas. No te engañes, oh hombre, dice el apóstol Santiago, no te creas honrado y religioso, sino has refrenado esta fatal bestia. Tu lengua hará estéril y vano tu decantada religión. Si tu lengua está desenfrenada, vana es tu oración, vanas tus limosnas, vanas tus virtudes. En la lengua sólo habita la universidad de los pecados, y ella sola inflamada en el fuego del infierno te hará un digno objeto de horror y de desprecio. De ella salen saetas encendidas como carbones desoladores que todo lo abrasan y consumen. Es un fuego infernal que no perdona ni los cuerpos ni las almas, ni los ángeles, ni a Dios mismo.

Siendo uno de las partes más pequeñas del cuerpo humano, causa horribles estragos

¡Oh instrumento infernal que siendo tan pequeño y uno de los menores del cuerpo humano levantas tan soberbios edificios de iniquidad y de injusticia! El grano de pólvora, apenas perceptible, levanta, encendido, los montes, vuela las torres, quebranta las peñas y las arroja con violento impulso por los aires. Así, inflamada la lengua en el fuego de la envidia, de la emulación y del odio, levanta las torres y derriba los más sólidos edificios de santidad y de virtud. No hay murallas, cerrojos o cadenas que puedan reprimir su bárbaro furor; vuela de una a otra parte tan ligera como el pensamiento y a grandes distancias, obra males y daños indecibles. Deshace este azote fatal, los huesos del inocente que dista muchas leguas del injusto detractor. Está Achimelech en el santuario cerrado con sus sacerdotes, empleado en el culto del Señor, y allí llega, allí le despedaza la injusta lengua de Doeg. Se retira el Bautista a lo más profundo del desierto, y allí le hiere la desenfrenada lengua que le llama hijo y poseído del demonio. Sube Cristo a la cruz y allí le despedaza, con nueva e inaudita crueldad, la envenenada lengua de sus implacables enemigos. Está Dios en el cielo, sentado en el trono inmortal de su grandeza, rodeado de gloria y majestad, y allí llega el sacrílego furor de la lengua con el osado designio de ofenderle. El hombre puede muy bien libertarse de las serpientes venenosas y evitar con la distancia sus fatales mordeduras, pero no puede al favor de la distancia evitar el bocado infernal de la lengua, que de un modo oculto, malicioso e imperceptible, daña sus entrañas cuando él está más descuidado.

Es fiera indomable

Es, además de esto, un animal inquieto, que resiste a todo freno y dirección, lleno de mortal veneno. El furioso ímpetu de las olas cede al freno y baluarte, y sobre el mar soberbio camina el hombre astuto, con tranquilidad y sosiego. Las fieras más indómitas y feroces ceden a la sujeción y al castigo, y no hay león, oso, halcón o buitre que no enfrene su furor a la voluntad del hombre. Mas, ¿quién hasta ahora ha sido capaz de sujetar la lengua? Es fiera indomable llena de veneno, pero de un veneno insanable al que no debe compararse el del áspid más terrible. Se asombra Jeremías viendo que, al solo ruido de uno palabra, es consumida la oliva hermosa llena de frutos deleitables. Mayor asombro es ver a la llama infernal encendida por esta indomable fiera consumir, en un momento, la forma hermosa y deleitable con que se honraba la doncella, el varón justo y el piadoso sacerdote.

Enemigo que daña engañosamente

Sus estragos son más temibles cuanto es más oculto, engañoso y lleno de artificio su principio. Funesto y formidable lazo que enreda y enmaraña al hombre, sin que él sienta su daño, ni conozca la ruina de su alma, semejante a la pequeña piedrecilla que derribada de un alto monte, sin que se perciba la mano que la arroja, arruina grandes y riquísimas estatuas. Es deshonrado un inocente por la injusta detracción y acre censura de un malvado, si preguntáis quién ha hecho este horrible daño, no encontraréis al culpado, todos se excusan, ninguno conoce su pecado. Un mortífero veneno abrasa sus entrañas, su lengua ha vomitado este veneno y no conoce su mal, aún el que lo ha ocasionado a su prójimo. Esta ilusión fatal, que ciega a los infelices detractores, se vio representada en las excusas que alegaron en la muerte de Jesucristo sus más sacrílegos e inhumanos autores. Jesucristo está pendiente de la cruz, como un malvado. Preguntad al demonio si ha ocasionado él aquel bárbaro atentado; y responderá: yo no hice tal maldad, yo mismo sugerí a Pilatos por medio de su mujer para que no tomara parte en la causa de este Justo. Preguntad a los Fariseos y os dirán: Nobis non licet interficere quemquam. Herodes se excusó de juzgarle; Pilatos lava sus manos. ¿Pues quién le ha deshonrado, quién le ha puesto en una cruz? El demonio, los Fariseos, Herodes, Pilatos, todos contribuyeron a su muerte: su corazón estaba lleno de mortal veneno contra el divino Salvador, pero un velo fatal cubre sus ojos para que no vean su pecado. Así vemos a un hombre honrado en presa de la más cruel censura y desapiadada detracción. Si preguntáis quién ha sido la causa de tan horrible injusticia, no encontraréis el detractor. Yo, dirá uno, no he pensado ofenderle; otro, yo dije la verdad; otro, yo no dije uno cosa en ningún momento. Todos se disculpan y todos le ofendieron, todos le desgarraron con sus lenguas que, como agudos y venenosos cuchillos, dividieron y ultrajaron su honor.

Cuánto debe temerse

¿Quién no temerá los estragos que puede ocasionar en su alma esta fatal bestia? ¡Ah! Incesantemente deberíamos pedir a Dios los auxilios más eficaces de su divina gracia para contener el furor de tan temible enemigo. Jamás deberían caerse de nuestra boca las palabras del profeta: “Poned Señor guardas y vigilantes, centinelas a mi boca y una bien cerrada puerta a mis labios, para que como ciudad cercada de furiosos enemigos, se libre de sus violentos asaltos”. Una ciudad sin murallas, rallos, ni puertas es fácilmente conquistada. Así el espíritu del hombre es fácilmente pervertido si sus labios no tienen freno. Por eso el Espíritu Santo nos ordenó que cerquemos y fortalezcamos con invencibles muros nuestra boca. Ninguna diligencia es ociosa en tan importante cuidado. “Ignoro, decía Orígenes, si los mayores santos y escogidos estarán libres de los cargos de la lengua”. El santo profeta Isaías lloraba las manchas con que su lengua había afeado su alma. Bienaventurado el varón de cuya boca no han salido palabras injuriosas. Porque, ¿quién es el que no ha delinquido en su lengua? Fiera indomable cuyo furor no cede sino a la gracia poderosa del Señor.

Es universal instrumento de pecado

Todas las partes del cuerpo humano sirven a la iniquidad, pero cada uno tiene objeto fijo y determinado. La lengua es un instrumento universal y un arma con que el demonio obra en nosotros en todas las materias y por todos los caminos. La lengua es el órgano de la deshonestidad, dispone sus trazas, hace las engañosas promesas. Es el arma del ladrón, disfraza también la usura, y no hay pecado que por su medio no se acabe y perfeccione. La lengua suscita las disensiones más ruinosas y abrasa en voracísimo fuego las familias, los reinos, el mundo todo. “Conmovió a muchos, dice la sagrada Escritura, los esparció de gente, destruyó las ciudades muradas de los ricos, dividió las casas de los grandes, arruinó las virtudes de los pueblos, deshizo los fuertes, trastornó la fortaleza de las mujeres, las privó del fruto de sus honestos trabajos”. Vil y astuta sabandija que, trepando las paredes más encumbradas, entra en las casas de los grandes y en los palacios de los reyes. Inquieto y turbulento animal que no sosiega un momento, ni perdona la más ligera ocasión para dañar al hombre. Apenas una ligera palabrilla ha excitado en nuestro ánimo el más leve sentimiento de envidia o de desazón contra nuestro hermano, cuando la lengua turbada, inquieta y desasosegada, como la mujer a quien apuran y alteran los vivos dolores del parto, discurre de una a otra parte y no descansa hasta que ha vomitado sus dañados sentimientos. Todas las acciones del prójimo la turban y dan motivo a sus malignos producciones. Si come y bebe, luego se dice como los judíos de Jesucristo: “Hic homo potator vini est”. Si ayuna y vive en la austeridad, luego se dice como del Bautista: “Daemonium habet” Si hace obras prodigiosas, luego se clama: “In beelzebub principe daemoniorum ejaecit daemonia”. Si medita sus resoluciones, si es afligido con adversidades, luego se dice: “El que restituyó la vista, el que sanó a otros, no pudo… Si sois rico os llamarán usurero; si pobre, pródigo y profano; si no rezáis os llamarán indevoto, y si frecuentáis el templo dirán que sois hipócrita. A todas partes alcanza, desde la tierra al cielo, esta turbulenta fiera. El Señor castigó los pecados de la lengua en su pueblo con el terrible azote de serpientes de fuego (Cfr Números 21, 6), que discurriendo de una a otra parte, saltando como centellas o cohetes encendidos, llevaban a todas partes la desolación y el estrago. El pecado de aquel ingrato pueblo había sido la sacrílega murmuración contra el mismo Dios y sus siervos Aarón y Moisés. El verdugo de la lengua inquieta y detractora debía ser una serpiente venenosa que nada perdonase y todo lo llevase a sangre y fuego.

Daña al que murmura, al que oye y al que es ofendido

Y advirtió bien el padre san Bernardo que “no hay entre los insectos venenosos ponzoña comparable a la de la lengua”. Aquellos ofenden solamente al que hieren con su fatal diente, pero el veneno de la lengua daña a un mismo tiempo al que murmura, al objeto de la detracción y al que la oye. Lazo fatal que prende al ofendido y al verdugo mismo, y aún a los desgraciados testigos de la criminal injusticia. “Muchos, dice san Juan Crisóstomo, fueron tristes víctimas de la espada, pero son muchos más los que lo han sido de la lengua”. Ponderada ha sido en las sagradas letras la fuerza de David, que siendo un hombre tan blando y débil como un pequeño gusanillo, con un solo ímpetu quitó la vida a ochocientos hombres. Mayor es todavía la fuerza de la lengua que hiere y mata de un solo golpe a innumerable multitud de objetos y de personas.

Daño del prójimo

Me diréis acaso: ¿Es posible que una cosa tan ligera y de poco momento cause tan horribles y ruidosos estragos? ¡Ah! ligera cosa es la palabra; pero sus heridas son gravísimas. Pasa en un momento, pero en él abrasa y consume distintos objetos. Su facilidad y ligereza misma es un motivo poderoso para que ofenda más fácilmente la primera de las virtudes. Uno pequeña mosca corrompe una gran cantidad de bálsamo precioso y delicado, y un poco de humo que se desvanece al ligero impulso de un soplo, afea y ennegrece una bella pintura. ¡Oh cuántos vasos de delicado bálsamo vemos corrompidos por esta mosca despreciable; cuántas bellas imágenes fueron afeadas por este humo infernal.

De sí mismo

Se matan a sí mismos los detractores, y sus palabras son espadas crueles que despedazan su propio corazón cumpliéndose lo que dijo el profeta: “Gladius eorum intret in corda ipsorum”. Por ventura, dice san Bernardo, ¿no pierden, los injustos detractores, la vida de la gracia; no se hacen objeto de horror delante del Señor? El que guarda su boca tiene guardada su alma; pero el que es inconsiderado en las palabras, la llena de males. Con la palabra injuriosa contra vuestro hermano, dais una puñalada mortal a vuestro corazón. Este no puede vivir sin el amor de Dios, y este amor no puede conservarse sin la caridad del prójimo.

Del que oye la detracción

Ofende finalmente a los testigos de la injusta detracción. La misma caridad del prójimo nos obliga a no mirar con indolencia sus ofensas. No sólo merece castigo el que comete el delito, sino también el que lo presencia y consiente. ¿Quién vería con tranquilidad el robo, el daño corporal y la muerte de su hermano? Y si así lo viese, ¿quién no le tendría por un malvado? Se lamentaba el profeta Isaías de las manchas de sus labios, no por haber hablado, sino por haber guardado un importuno silencio: “Habité en medio de un pueblo lleno de iniquidad y manchas en sus labios, y no pudo menos de haberme inficionado su contagio”. Mi conciencia me arguye de no haberme levantado contra ellos en defensa de la honra de mi prójimo. “No te excuses, escribía san Jerónimo al monje Rústico, diciéndome yo no murmuro: ¿cómo me he de oponer a las detracciones de otros? ¡Vanas excusas para honestar vuestros pecados! Pero no os engañéis, Dios no puede ser engañado. No puedes impedir que el otro hable, pero ¿quién te impide que te opongas a su furor, que vuelvas hacia él un rostro de hierro y fuego, que desvanezca su malignidad? El viento aquilón disipa las nubes, y el semblante triste la lengua de los detractores. Muéstrate duro como una peña, que, rebatiendo el golpe de la lengua enemiga, convierta contra él sus palabras y le obligue, a pesar suyo, a guardar silencio.

Igual castigo merece el que oye, que el que murmura

Si así no lo hicieses, incurrirás justamente en la indignación divina que te castigará con la misma pena debida al horrible delito de la murmuración. “No te mezcles con los detractores, se dice en los Proverbios, porque repentinamente vendrá su perdición, ¿y quién sabe cuál será su ruina y la tuya? “No te engañes, decía el mismo padre a Nepociano, el murmurador no habla con gusto al que resiste a sus palabras: si le muestras benigno semblante, tú eres tan culpable como él, y mereces la misma pena. Se lamentaba el padre san Bernardo de la desgraciada suerte de aquellos que malogran el precioso tesoro del tiempo, que Dios les ha concedido para nobles y magníficas empresas, empleándole en vanos y perjudiciales conversaciones. ¡Ah!, desventurada hora la que se dedica a un ejercicio tan pernicioso: Debiendo no perder un solo instante de un tiempo tan estimable, según el consejo del Sabio: “Non te praetereat particula diei bona (Ecco 14, 14); se pierde con tan lastimoso y universal estrago del alma en conversaciones injuriosas contra nuestro hermano. Si ha de ser rigurosa y estrecha la cuenta que hemos de dar al Señor de las palabras ociosas, ¿cuánto más lo será la de las palabras injuriosas? Y será menor el cargo del que ha malogrado el tiempo en oír semejantes conversaciones, que el que se haga al que las ha sustentado. ¿Emplea por ventura éste el tiempo menos perniciosamente que el primero?, ¿contribuye menos a la ofensa y ruina de su prójimo?

Los daños de la lengua son irreparables

Se llama también, lazo malo, el de la lengua, porque la murmuración es un nudo ciego hecho en uno, imperceptible seda que, o no puede deshacerse, o se repara con gran dificultad. Si roba uno la hacienda de su hermano, nudo es este de fácil solución, pues la justicia le abre un camino seguro para reparar su daño. El que ciego por la falaz ilusión de sus pasiones ha dejado correr libremente sus apetitos y no ha perdonado placer con qué lisonjear su carne, nudo es éste más difícil, mas la penitencia, llevada hasta la justa medida del placer, puede reparar sus daños. Pero el que murmuró de su prójimo y ofendió su honra, ha echado un insoluble nudo en seda delicada, jamás se deshará enteramente, ni reparará el daño que ha causado a su hermano. Haced protestaciones en su aborto, publicad vuestro pecado, no perdonéis diligencia para restituirle la joya preciosa que le robasteis; jamás el daño quedará reparado. Ni hablaréis en esta restitución con la libertad que hablasteis en vuestra detracción, ni el que os oye creerá tan fácilmente vuestra retractación como creyó vuestra censura. Y como la mala yerba arrancada, en una parte se reproduce, en otra ya jamás la tierra logra librarse enteramente de su peso, así la fama del prójimo, una vez vulnerada, jamás llega a repararse. Cuando el profeta David lleno de congoja y aflicción por los funestos tiros que dirigía contra su persona la maledicencia de sus enemigos, no encontrando en la tierra remedio alguno para tan grave daño, acudió al cielo en busca de los divinos consuelos; parece que el mismo Dios no encontró remedio a su aflicción: “Libradme, Señor, decía, de los labios malvados y de la lengua engañosa”. Pero él mismo se da la respuesta, en nombre del Señor: ¿Qué consuelo podré yo darte en tu aflicción, quién puede curar los males ocasionados por una lengua engañosa y maldiciente? Ella es una espada, una saeta, un dardo envenenado que no deja parte sana y cuya herida es incurable”.
La mala lengua ha sido significada en la sagrada Escritura en una cadena de hierro, o en una argolla de acero, que hace irreparable la ruina del que una vez aprisiona. “Bienaventurado el que no fue ligado en sus cadenas porque su yugo es yugo de hierro, sus vínculos de acero. La llaga del azote, se dice en otra parte, rompe la carne y muda su color, pero la de la lengua desmenuza los huesos”. Y entre los pozos de iniquidad, en que son sumergidos los mortales por sus pasiones, las ilusiones del mundo, las riquezas, ninguno se señala en las escrituras por más peligroso que éste de la detracción. El que en él cayese, bien puede llorar su triste suerte. En vano se arrojarán en su socorro sogas ni otros auxilios; él perecerá. Así lo dijo la sabiduría: “Guárdate de caer en este pozo, tu caída será incurable y tu libertad perdida para siempre. Haz en tu corazón una fiel medida, en la que sean pesadas, con escrupulosidad, todas tus palabras. No vomites con destemplada importunidad todo lo que piensa tu desordenado corazón. Esta es la propiedad del necio, su corazón está en su lengua, y apenas pensó la iniquidad, cuando luego la publicaron sus palabras. El sabio tiene pues su boca en lo más secreto de su alma, no pronuncia una palabra sin que sea examinada con la atención más escrupulosa”.

Muchas veces se disfraza la murmuración con capa de celo y caridad

Ni podrá jamás excusar la detracción en la presencia del Dios de la justicia, la exterior apariencia de celo y caridad con que muchas veces pretende honestarse entre los hombres. ¡Ah!, ¿cómo el Señor podrá jamás admitir en su presencia la falsedad y el dolo? Muchos, ocultando en su corazón un odio mortal hacia su hermano y un ardiente deseo de desacreditarle, llegan a otro con demostraciones de compasión y de celo. Ciertamente, señor, dicen, me llega al alma lo que veo en N.: entra con frecuencia en una casa de sospecha, comercia injustamente. Vos sois su amigo, os lo digo con vivos deseos de su enmienda. ¡Oh, injusto! ¡Oh, traidor! Con palabras artificiosas ¿pretendes la ruina de tu hermano?, con apariencia de abeja codiciosa que quiere comunicar sus dulces y sabrosas impresiones, ¿eres una desapiadada y cruel avispa que sólo pretende picar, ofender y desgarrar al objeto de su odio? El sonido y eco de vuestras palabras es semejante al de un hombre lleno de verdadera caridad, que con cristiano celo viene a corregir las faltas de su prójimo; pero este eco y sonido de avispa semejante al de la abeja es muy contrario en sus efectos y principios. Vuestra intención es dañada, vuestro corazón no puede ocultarse al que registra y penetra los corazones de los hombres.

Artificios con que se ponderan y aumentan las faltas del prójimo

Cuando los escribas y fariseos quisieron acriminar con Jesucristo la falta que cometían sus discípulos en no lavar sus manos antes de comer, según la costumbre de los judíos; juntaron el consejo de los ancianos, que adornados de las vestiduras pontificales, con paso grave y en apariencias de gran seriedad y misterio, se acercan al Señor y le dicen: “¿Por qué tus discípulos traspasan las tradiciones de nuestros ancianos?” Cada una de estas palabras encerraba grandes ponderaciones del pretendido delito de los discípulos de Jesús. ¿Por qué tus discípulos?, como si dijeran: Estos que han abrazado tu doctrina, que siguen tus máximas, y quieren distinguirse en el concepto del pueblo por la pureza de sus costumbres y fiel observancia de la ley, estos que reprehenden nuestros descuidos y nos arguyen de irreligiosos, estos que deben ser tanto más perfectos cuanto más separados del mundo y de sus errores, traspasan las tradiciones de los antiguos. Se juzgaría al oírles que habían dado al traste con toda la ley y los profetas, y violado las más sagradas y venerables costumbres de la sinagoga. Sin embargo, todo su delito era la omisión de una vana y supersticiosa ceremonia. Pero esta es la costumbre de los malignos detractores y calumniadores de la conducta del prójimo. Ostentan religiosidad y ardiente celo por la observancia de la ley, y se valen de vanas y pomposas exterioridades para acriminar sus defectos, aunque sean leves y tal vez imaginarios. Pero el Señor los recibe con semblante airado, y con otra pregunta los confunde, los avergüenza, los arroja de sí con ignominia. Conocía bien, el sapientísimo Salvador, la de aquellos malvados. Sus deseos se ordenaban a desacreditar la conducta de sus discípulos, y aún su doctrina misma. Sus lenguas eran agudas navajas, llenas de dolo y de malicia. No las movía la caridad, sino la envidia, el odio y la iniquidad.
De este modo usaron los maestros de la ley para preocupar el ánimo de Pilatos contra Jesucristo y obligarle, como dice san León, a que le condenase a muerte. Prenden al Señor y llevan con gran estruendo y aparato, entre multitud de alguaciles y soldados, presiden la comitiva los pontífices y sacerdotes, con las vestiduras de sus dignidades, y entran con gran alboroto y estruendo en el pretorio. Preguntándoles el presidente de qué delitos acusaban al Señor, se dan por ofendidos, diciendo: No vendríamos a comprometer los respetos de nuestra dignidad entregándote este hombre sino estuviéramos ciertos de que es un malhechor. Así ostentan celo, religiosidad y pompa para echar un velo sobre los ojos de Pilatos, y hacerle ver la iniquidad donde verdaderamente no había sino santidad e inocencia. Pues a esta manera en las mordaces conversaciones del mundo se ostentan celo, amor a la virtud y otras señales exteriores de sinceridad, para acriminar los defectos del prójimo y hacer ver los enormes delitos en donde, a lo más, hay una ligera omisión.

El odio a nuestro hermano nos obliga a descubrir sus faltas

Siendo afectos contrarios el odio y el amor, son también opuestos sus efectos. El amor cubre, desvanece y aniquila las faltas, por graves que sean; y el odio las aumenta y pondera. ¿Con qué diligencia oculta la madre las faltas de su hijo?, ¿el amigo las de su amigo?, ¿cuántas excusas se buscan para honestar y desvanecer su delito? La ignorancia, la inadvertencia, la provocación, el peligro imprevisto; todos estos y otros muchos medios que se ofrecen de tropel se aprovechan para cubrir a nuestro amado. José encerrado injustamente en una obscura prisión, cuando anuncia al copero de Faraón que sería restituido a su antigua privanza y dignidad: “Acuérdate de mí, le dice, habla en mi favor al Faraón para que me saque de esta cárcel, porque has de saber que fui arrebatado de la tierra de los hebreos y arrojado a esta prisión, siendo inocente”. Ved aquí, dice san Juan Crisóstomo, la conducta de un hombre cuyas palabras salen de un corazón abrasado en caridad. No revela, ni se da por sentido de la perfidia y traición de sus hermanos, nada dice contra la malvada adúltera, que rompiendo las leyes sagradas de la justicia le calumnió con su marido y fue causa de los malos tratamientos que sufría. Todo lo cubre su caridad; solamente dice: “Haz conmigo misericordia, acuérdate de mí”. Mas quiere padecer en su opinión, tener perdida su libertad y sufrir grandes trabajos que revelar las faltas de su prójimo.
Pero bien al contrario el odio; no solamente publica las verdaderas faltas del prójimo, sino que las aumenta, y aun de ligeras sospechas y leves fundamentos, fabrica torres de iniquidad y de injusticia: “Suscitat rixas”. De esta expresión usa la sagrada Escritura para explicar el poder infinito de las manos de Dios, que de la nada sacaron todas las cosas, para darnos a entender que el odio saca de la nada, o de un polvo apenas perceptible, grandes faltas, encumbradas torres, montes que llegan al cielo para deshonrar a nuestro hermano.

Y aún las supone e inventa

Era José aborrecido de sus hermanos: Les refiere un día, con inocente sencillez, sus sueños misteriosos, y apenas es oído cuando se enfurecen contra él: “¿Quién puede sufrir, dicen, el atrevimiento de este rapaz? Siendo el menor de todos, quiere hacerse nuestro superior; y que nosotros le adoremos”. Luego tratan de quitarle la vida, le arrojan en una cisterna y le venden por esclavo a unos comerciantes. Observemos cuál había sido su pecado: el sueño de un niño, en el que ni tuvo libertad, ni menos culpa alguna. Y a una soñada falta, ¿un castigo tan terrible? Sí: el odio de sus hermanos levantó sobre este sueño, torres de pecado y de indignación.
No había sido otro el delito del santo Mardoqueo, que no inclinar su cabeza al soberbio Aman; pero éste lleno de odio junta sus deudos y amigos, y en tono de declamación y de furor, les dice: Ya sabéis mi grandeza, mis riquezas, mi privanza con el rey y los respetos que se deben a mi persona; pues sabed que ese vil y despreciable Mardoqueo me desprecia, no me quita el sombrero, se mofa de mi autoridad, se desdeña de mirarme. ¡Oh, qué torres de viento levanta sobre tan débil cimiento! Sus privados le oyen y sentencian al inocente, a un bárbaro suplicio: Se levanta una horca de cincuenta codos para castigar tan alta maldad. Los judíos aborrecían a Jesucristo y a sus discípulos: y el odio les hace mirar la ligera falta de no lavar sus manos como una horrible transgresión de la ley de Moisés. Se quejan y censuran, dice san Pedro Crisólogo, no el que no lavasen sus manos según el uso ordinario de aquel tiempo, sino que no las laven a cada momento y con supersticiosas ceremonias. Pero esta supuesta omisión ¿cómo se ensalza, cómo se pondera? Se juntan concilios en Jerusalén se encarga la discusión de este gravísimo negocio, a los doctores y maestros de la ley, no se perdonan gastos ni diligencias, como si amenazase a la ley y a la nación una total ruina. Ordenan una embajada a Jesucristo en la que con artificioso y maligno Intento se le consulte este negocio. Por qué, dicen, tus discípulos… ¡Oh injustos! El odio abulta a vuestra vista lo que es nada, y hace pomposas y ponderativas vuestras palabras.

Nuestra malicia nos hace juzgar mal de nuestro prójimo

Nuestra mala intención, nuestra malicia, hace también dignas de calumnia y censura mordaz hasta las mismas acciones santas de nuestros hermanos. Convierte el bien en mal, hace asechanzas a la virtud y denigra el honor del escogido. Llora Jesucristo a un energúmeno de la funesta opresión de tan cruel tirano, y luego dicen sus enemigos: “In beelzebub principe daemoniorum ejicit daemonia”. ¿Qué obra más a propósito para atraer su veneración hacia un generoso bienhechor que así curaba sus dolencias?, ¿qué acción más santa? Sin embargo, de ella toma la malicia de sus enemigos ocasión para llamarle endemoniado. De aquí, debemos inferir la gravedad y el cuidado con que se han de medir nuestros juicios acerca de la conducta y mérito del prójimo. Juzgados y condenados serán los que juzgasen y condenasen precipitadamente a su hermano. En casos dudosos, inclinaos siempre, dice san Agustín, a la parte que le sea más honrosa y favorable. En la acción que ofrece toda la exterior apariencia de iniquidad, puede ocultarse una intención pura, un motivo poderoso que excuse legítimamente su pecado. Si el Apóstol no osaba formar juicio de sí mismo, ¿quién osará formarlo de su hermano sin insolente temeridad? Pero es tan atrevida la malicia del corazón humano que no solamente juzga, censura y decanta las acciones equívocas; sino que aun extiende su ponzoña sobre las más inocentes y sencillas. ¡Maldita tierra que concibiendo buena semilla, produce frutos venenosos y pestíferos; tierra maldita semejante a la que del huevo de una inocente avecilla produce un basilisco! Que se recoja en vuestro pecho una mala acción que se escapó a vuestro hermano y que repasada en él produzca un juicio feo e injurioso, señal es de que se ha extinguido en vuestro pecho el fuego de la caridad cristiana; pero al fin el juicio es parecido a la obra y tiene en ella fundamento. Mas, que veáis una acción santa y que el calor de vuestra dañada voluntad saque de ella un áspid venenoso, un juicio feo e inhumano, éste es el mayor extremo de iniquidad y de malicia que se manifestó de un modo horrible y detestable a todos los siglos en los judíos contra Jesucristo. De sus santísimas obras tomaron motivo para calumniarle y perseguirle, y las que debieran haber abierto sus ojos e inflamado su corazón para conocerle y amarle, obstinaron su voluntad, cegaron su entendimiento y llevaron el odio y la venganza hasta el extremo más sacrílego.


Fuente: "Discursos Predicables", Msr. Gerónimo Bautista de Lanuza OP, 1803

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