Santa Francisca, romana.
(† 1440.)
La fidelísima sierva de Cristo santa Francisca nació en Roma; fue hija de nobles padres, y dio desde niña muestras de las más heroicas virtudes, en que después se señaló. Lloraba amargamente si la ama que la criaba la descubría o desnudaba en presencia de algún hombre, aunque fuese su mismo padre; ni consentía que éste le llegase al rostro cuando la acariciaba. En los años de su juventud, no gustaba de los entretenimientos de otras doncellas, sino del recogimiento y oración, deseosa de consagrarse a Dios del todo en perpetua virginidad; y así, aunque condescendió con el gusto de sus padres, casándose con un caballero romano, igual en sangre y riquezas, sintió con tanto extremo el verse obligada a perder la joya preciosísima de la virginidad, que de puro dolor enfermó dos veces gravísimamente. Siendo de diecisiete años madre ya de dos hijos, alcanzó licencia de su marido para quitarse los vestidos de seda y oro, las joyas preciosas y otras galas; y de allí en adelante se vistió de paño basto, y se ejercitó en admirables obras de humildad, caridad y penitencia, procurando poner en mucha virtud a las señoras romanas. Rezando el oficio de la Virgen, cuatro veces dejó la antífona en la que estaba, por llamarla su marido, y volviendo a su rezo, halló la antífona escrita con letras de oro, en premio de su puntual obediencia al marido. Le concedió el Señor un ángel, que visiblemente la gobernaba y defendía; mostrándosele como un niño de nueve años, el rostro muy hermoso mirando al cielo, los brazos cruzados sobre el pecho, el cabello crespo y rubio esparcido a las espaldas, vestido de una túnica blanca, y sobre ella una dalmática que a veces parecía de color blanco, otras azul, otras de oro. Cuando el Señor la libró del vínculo del matrimonio entró luego en la congregación del Monte Olivete que ella había fundado, conforme a la Regla de San Benito, y gobernó aquella santa Comunidad con singular prudencia y dulzura, obrando el Señor por ella innumerables maravillas. Multiplicó en sus manos el pan para el sustento de las Hermanas, refrigeró su sed con racimos de uvas, que colgaban de un árbol con el rigor del invierno, la preservó de una espesa lluvia rezando ella al descubierto. La acarició la Reina de los cielos como a hija querida en su regazo; otra vez se quitó el velo y se lo puso a la santa en la cabeza; y en el día de la Natividad del Señor le puso en los brazos al niño Jesús. Finalmente, después de una vida inmaculada y llena de prodigios, envió santa Francisca su alma purísima a las moradas eternas a la edad de cincuenta y seis años, quedando el cuerpo flexible, y exhalando un suavísimo olor como de azucenas y rosas que llenaba toda la iglesia de fragancia. Son casi innumerables los milagros con que después de su muerte confirmó nuestro Señor la santidad de esta sierva suya, sanando por su intercesión los enfermos que se encomendaban.
Reflexión:
De la obediencia de santa Francisca a su esposo, han de aprender las mujeres casadas a obedecer a sus maridos, porque como dice el Apóstol, el marido es cabeza de la mujer. Si, como la santa, miran en él la persona de Cristo, fácilmente dejarán sus gustos y antojos para hacer en todo su voluntad, siempre que evidentemente no sea contraria a la ley de Dios; y el premio de esta obediencia será la paz de la familia, el sosiego del alma, un gran tesoro de méritos, y una gran gloria en el cielo.
Oración:
Señor, Dios nuestro, que honraste a tu sierva la bienaventurada Francisca entre otros dones de tu gracia con el trato familiar con el Ángel de su guarda, concédenos por sus merecimientos, que logremos alcanzar la compañía de los santos ángeles en el cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén
Fuente: Flos Sanctorum, P. Francisco de Paula Morell, 1890
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