(† 718.)
Nació el glorioso san Juan ermitaño en Licópolis de la Tebaida, de padres muy escasos en bienes de fortuna, y luego que tuvo edad, aprendió el oficio de carpintero; mas el Señor, que quería labrarle, le llamó a la soledad, para hacer de él uno de los varones más santos del desierto de Egipto. Se hizo discípulo de un santo anciano, el cual, descubriendo en aquel mancebo una humildad y obediencia extraordinarias, en breve tiempo le hizo adelantar mucho en el camino de la perfección. Un año entero estuvo regando por obediencia un palo seco, dos veces al día, y procurando mover de su asiento un gran peñasco que muchos hombres no pudieran mover: Y el Señor recompensó su ciega obediencia, concediéndole después el don de milagros y profecía. Muerto su santo maestro, pasó Juan cinco años en diversos monasterios, y luego se fue a una montaña desierta y abriendo en la peña una celdilla, se encerró en ella, y por espacio de cuarenta años, llevó en este linaje de sepultura una vida de ángel, saboreando anticipadamente las delicias del cielo. No había hombre más apacible y agradable en el trato que el santo anacoreta. Jamás permitió que ninguna mujer se llegase a la ventanilla de su celda: Se hizo tan notorio su alto don de profecía, que de las provincias más apartadas venían a consultarle como a un oráculo del cielo. ¿Quién no se maravillará de ver a sus pies al general del ejército romano pidiéndole consejo, y oyendo de los labios del santo: "Confía, hijo, en el Dios de los ejércitos, porque con tus escasas fuerzas, vencerás?" Y en efecto, la ilustre victoria que alcanzó de los bárbaros etíopes, acreditó la verdad del vaticinio. Le consultó también el gran Teodosio sobre el suceso de la guerra con Máximo; y le pronosticó Juan el glorioso triunfo que había de alcanzar sobre aquel tirano. Cuatro años después, mandó el emperador a Eutropio, su ministro, para saber el éxito de otra campaña; y el santo respondió: "Ve, y di al emperador que vencerá, pero que sobrevivirá poco tiempo a la victoria". Todo lo cual sucedió como el santo profeta lo dijo. Finalmente, después de una larga vida de noventa años llena de profecías y milagros, sabiendo por divina re velación, el día y hora de su muerte, pidió que en tres días nadie le llamase, y pasándolos en oración, entregó su bienaventurado espíritu en las manos del Creador; y el día siguiente fue hallado su sagrado cadáver puesto de rodillas, y fue sepultado con la pompa y veneración que su santidad merecía, llamándose comúnmente el profeta de Egipto.
Reflexión:
Visitó Paladio al santo y apacible anacoreta, el cual le dijo que sería obispo y que había de padecer grandes trabajos: "Yo, añadió el santo, cuarenta y ocho años hace que no pongo los pies fuera de mi celda, y porque en todo este tiempo no he visto mujer ni moneda alguna, no he sentido ni aun el más leve disgusto". Brevísimo atajo para llegar a una vida llena de divina consolación, reprimir la codicia del dinero y los deleites sensuales. Estas son las dos raíces principales de todos los sinsabores de la vida del hombre. El corazón de los malos es como un mar que hierve siempre en tormenta; y es porque está devorado, o por la sed de riquezas, o por el deseo de goces sensuales. Reprimámoslos, que vendrá sobre nosotros la paz y la alegría que sobrepuja a todo sentido y de la cual gozan aun en esta vida los hombres mortificados.
Oración:
Oye, Señor, las súplicas que te hacemos en la solemnidad de tu siervo el bienaventurado Juan, para que los que no confiamos en nuestros méritos seamos ayudados por los de aquel que tanto te agradó. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén
Fuente: Flos Sanctorum, P. Francisco de Paula Morell, 1890
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