jueves, 3 de marzo de 2016

De la esperanza constante en que, san Francisco de Sales, vivía de la conversión de los pecadores



De la esperanza constante en que, san Francisco de Sales, vivía de la conversión de los pecadores


Era tal su bondad de corazón, que no podía juzgar mal de nadie, por malo que fuese, y así hacía cuanto podía para ocultar y disculpar las faltas del prójimo, ya con la fragilidad humana, ya con lo violento de las tentaciones, y ya con el gran número de los que cometen semejantes faltas. Cuando éstas eran tan públicas que no podían ocultarse, entonces acudía al recurso de lo por venir, diciendo: "¿Quién sabe si éste se convertirá? ¿Y quiénes somos nosotros para juzgar a nuestros hermanos? Si Dios no nos tuviese de su mano, seríamos mucho peores, y ya estaríamos sepultados en los infiernos (Cf. Salmo 93, 13)
Veinticuatro horas tiene cada día; le basta a cada uno su miseria (Mt. 6, 34). Los mayores pecadores suelen venir a ser los mayores penitentes, como sucedió a David, y a otros muchos, cuya penitencia edificó más de lo que destruyó su escándalo. De las piedras, sabe hacer Dios, hijos de Abrahan (Mt. 3, 9). Las admirables transformaciones de su poderosa mano hacen que, los que antes fueron vasos de ignominia, se conviertan en vasos de honor.
No quería que se desconfiase de la conversión de los pecadores hasta el último suspiro, porque decía que esta vida es el camino de nuestra peregrinación, y que los que andan más derechos, pueden caer; y los que caen, se pueden levantar, por virtud de la divina gracia.
Aun adelantaba más; pues ni después de la muerte quería que se juzgase mal de los que vivieron una vida desarreglada y mala, como no fuese de aquellos cuya condenación se sabe por la Sagrada Escritura. Y para salir de aquí, no quería que nadie se metiese a examinar los arcanos que Dios ha reservado a su sabiduría y poder. Se fundaba principalmente para esto, en que así como la primera gracia no se da por algún mérito nuestro, así la última, que es la de la perseverancia final, tampoco se da a nuestro mérito, porque "¿quién conoció hasta ahora los juicios del Señor o quién fue su consejero?" (Rom. 11, 34). Por esta razón, no quería que aún después del último suspiro, se desconfiase de la salvación de los que morían, por más lastimosa que fuese su muerte a nuestras vista; pues no teniendo nosotros más fundamentos que lo exterior para nuestras conjeturas, pueden engañarse en ellas aún los mas hábiles. Sobre esto se refirió el suceso siguiente:

Un Predicador de buen humor, hablando del Heresiarca, que fue causa de la revolución de la Iglesia de Ginebra, dijo en un sermón, que no se podía juzgar de la condenación de nadie después de la muerte, sino sólo de aquellos ya declarados por réprobos en la Sagrada Escritura, ni aun de la de aquel Heresiarca, que con sus errores fue causa de tantos males, porque ¿quién sabe si Dios le tocaría al corazón en el último momento de su vida y si él se convertiría? Es cierto, continuó el mismo, que fuera de la Iglesia y de la verdadera fe no hay salvación que esperar; pero ¿quién sabe sí acaso desearía eficazmente su reunión a la Iglesia Católica, y si, reconociendo en su corazón la verdad de aquella misma fe que había combatido en vida, se arrepintió en la hora de la muerte?
Después de haber tenido así suspenso a todo su auditorio, concluyó en fin diciendo: "Debemos tener ciertamente gran concepto de la bondad de Dios Jesucristo mismo ofreció su paz, su amistad y la salvación al traidor que le entregó con un ósculo de paz, ¿por qué no habrá podido ofrecer lo mismo a este Heresiarca? Por ventura, ¿se ha encogido el brazo poderoso de Dios? ¿Es ahora menos bueno y menos misericordioso aquel que desde la eternidad es todo misericordia, y misericordia sin número, sin medida y sin fin?
Pero añadió: creedme, y os puedo asegurar que no miento; si no se condenó, hizo una escapada cual ninguno; y si se salvó del naufragio eterno, debe a Dios, en reconocimiento, un cirio tan cumplido como ningún otro de su clase. Con este remate tan inesperado y tan festivo, sacó a su auditorio de la suspensión, pero no le sacó, ciertamente, muchas lágrimas.


Fuente: "El espíritu de San Francisco de Sales, obispo y príncipe de Ginebra" (Cap. XIII), Jean Pierre Camus (Obispo de Belley), 1802

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