San Hugo, abad de Cluni.
(† 1109.)
El glorioso y venerable abad de Cluni, san Hugo, nació en Semur, de una ilustre y antigua familia de Borgoña. Su padre llamado Dalmacio era señor de Semur, y su madre Aremberga, descendiente de la antigua casa de Vergi. Quería el padre que su hijo Hugo siguiese, como noble, la carrera de las armas, pero sintiéndose él más inclinado al retiro y a la piedad que a la guerra, recabó licencia para ir a cultivar las letras humanas en Châlon-sur-Saône, donde la santidad de los monjes de Cluni, gobernados por el piadoso abad Odilón, le movió a dar libelo a todas las cosas de la tierra, y a tomar el hábito en aquel célebre monasterio. Hizo allí tan extraordinarios progresos en las ciencias y virtudes, que corriendo la fama de su eminente santidad, sabiduría y prudencia por toda Europa, el emperador Enrique le nombró padrino de su hijo; y Alfonso rey de España, hijo de Fernando, acudió a él para librarse de la prisión en que le tenía su ambicioso hermano Sancho, lo cual recabó el santo con su grande autoridad, y también puso fin a las querellas del prelado de Autún y del duque de Borgoña que devastaba las posesiones de la Iglesia. Y no fue menos apreciado de los sumos pontífices, por su rara prudencia y santidad. Lo nombró León IV para que lo acompañase en su viaje a Francia, y su sucesor Víctor II previno al cardenal Hildebrando, después Gregorio VII, que lo tomase por socio y consejero en la legacía cerca del rey de los franceses; Esteban X que sucedió a Víctor, lo llamó y quiso morir en sus brazos. El gran pontífice Gregorio VII se aconsejaba con este santísimo abad de Cluni en todos los negocios más graves de la cristiandad. Es increíble lo mucho que trabajó este santo en la viña del Señor, edificándola con sus heroicas virtudes, defendiéndola de sus enemigos, y acrecentándola con su celo apostólico. Finalmente después de haber fundado el célebre monasterio de monjas de Mareigni, y echado los cimientos de la magnífica iglesia de Cluni, lleno de días y mere cimientos falleció en la paz del Señor a la edad de ochenta y cinco años.
Reflexión:
Entre las muchas cartas de san Hugo, se halla una escrita a Guillermo el Conquistador, el cual le había ofrecido para su monasterio cien libras por cada monje que le enviase a Inglaterra. Le responde el santo abad que él daría la misma suma por cada buen religioso que le enviasen para su monasterio si fuese cosa que se pudiese comprar, en cuyas palabras manifestaba el temor de que se relajasen los monjes que enviase a Inglaterra no pudiendo vivir allí en monasterios reformados. Y si todas estas preocupaciones juzgaba el santo necesarias para conservar la virtud de aquellos tan fervorosos monjes, ¿cómo imaginamos nosotros poder estar seguros de no perder la gracia divina, si temerariamente nos metemos en medio de los peligros y lazos del mundo? Se quejan muchos de las tentaciones que padecen, y murmuran de la Providencia por los recios y continuos combates que les dan los tres enemigos del alma: mundo, demonio y carne: pero día vendrá en que Dios se justifique recordándoles que ellos mismos se metían las más de las veces en las tentaciones, y haciéndose sordos a las voces de la gracia y de la conciencia, se ponían voluntariamente en las ocasiones de pecar, y se rendían a sus mortales enemigos.
Oración:
Te suplicamos, Señor, que nos recomiende delante de Ti la intercesión del bienaventurado Hugo, abad, para que alcancemos por su patrocinio, lo que no podemos conseguir por nuestros merecimientos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Fuente: Flos Sanctorum, P. Francisco de Paula Morell, 1890
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