San Alberto Magno.
(† 1280.)
El sapientísimo y humildísimo san Alberto Magno fue natural de Lauingen, que es una población de Baviera (hoy en Alemania) . Llegado a la edad de dieciséis años lo llamó la Virgen santísima a la sagrada orden de Predicadores, recientemente fundada por el glorioso santo Domingo; y fue a Venecia para aprender las letras humanas en la famosa escuela de Jordano: mas como desconfiase de su aprovechamiento, determinaba ya dejar el estudio y el propósito que tenía de entrar en aquella religión. En esta perplejidad, acudió a su único y celestial refugio, que era la santísima Virgen, la cual lo consoló sobremanera, y lo alentó a seguir la carrera comenzada. Con esto se dio el santo mancebo muy de veras al estudio, viniendo a salir en todas las letras y ciencias tan consumado, que lo llamaron por excelencia el Filósofo, y le dieron el renombre de Magno. Resplandeció su sabiduría en las cátedras de Colonia, Ratisbona, y singularmente en la de París, que era a la sazón la más célebre de toda las universidades; y eran tantos los discípulos que concurrían a las lecciones de aquel nuevo Salomón, que se vio obligado a leer en la plaza pública, la cual se llamó después por mucho tiempo la plaza de san Alberto-Colonia. Tuvo en la universidad de Colonia por discípulo a santo Tomás de Aquino, digno alumno de tan gran maestro, el cual abiertamente profetizó que santo Tomás había de alumbrar el mundo como sol de la Iglesia de Dios. Lo eligieron después provincial, y el santo Maestro visitó siempre a pie los conventos de la orden, y cuando Urbano IV le mandó aceptar la silla episcopal de Ratisbona, entró san Alberto de noche en la ciudad; mas no pudo evitar los aplausos de todo el pueblo cuando salió el día siguiente a celebrar la misa. Hacía en el palacio una vida austerísima como en su convento, y creyendo que era poco el fruto que hacía en su obispado no paró hasta renunciar a la mitra para volver a su retiro del claustro. Y después de haber sido como el oráculo del concilio de Lión, y recibido con humildes lágrimas las honras del pontífice y de toda la corte romana, entendiendo que se acercaba el fin de su vida, comenzó a darse del todo a la oración, y a rezar cada día el oficio de difuntos sobre la sepultura en que se había de enterrar su cadáver, y a los ochenta y siete años de su vida entregó su alma al Creador.
Reflexión:
Quien leyere el solo catálogo de los libros que escribió el glorioso Alberto Magno, se llenará de maravilla y asombro, viendo que trató con maestría sobre todas las ciencias: porque no solamente fue gran filósofo, teólogo, moralista e intérprete sagrado, mas también orador, médico y matemático, abarcando en su ingenio universal los tesoros de la humana sabiduría. Dime pues, ahora: si varones tan sabios y santos, como Alberto Magno, han consagrado sus portentosos talentos a la fe de nuestro Señor Jesucristo y de su Iglesia, ¿no es suma desvergüenza la de los modernos impíos, cuando dicen que la religión católica ha sido siempre la herencia de los ignorantes? Harto ignorantes y malvados son los que se atreven a hablar así. ¡Cuánto mejor hicieran si en lugar de gobernarse por las luces de su menguado ingenio, se fiaran de la doctrina de Cristo, confirmada con tantos y tan divinos milagros, y profesada por todos los hombres más sabios y santos de veinte siglos! ¡Parece imposible que en negocio de tanta importancia como es el de la eterna salvación, obren con tanta imprudencia!
Oración:
¡Oh! Dios que cada año nos alegras con la solemnidad de tu bienaventurado confesor Alberto, concédenos propicio que imitemos las buenas obras de aquel santo, cuyo nacimiento para la gloria celebramos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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