La beata María Ana de Jesús.
(† 1624.)
La extática y maravillosa virgen Maria Ana de Jesús, nació en Madrid, de muy noble e ilustre linaje. Su padre Luis Navarro Ladrón de Guevara servía en la corte del rey don Felipe III. Cuando llevaban en brazos a la iglesia aquella santa niña, notaban que al tiempo de alzar la Hostia y el Cáliz se quedaba arrobada; y cuando apenas sabía andar por sus pies, buscaba algún lugar recogido de su casa; y allí la veían puesta en oración delante de una imagen de nuestro Señor crucificado, bañados los ojos en lágrimas o cercado su rostro de resplandores. Gozaba de la presencia visible de su Ángel custodio; y platicaba de la beatísima Trinidad, de la Encarnación del Verbo, y de la adorable Eucaristía, que son los más inefables Misterios de nuestra divina Religión, como de cosas que más parecía entenderlas que creerlas. Recibió la primera comunión en edad muy temprana, y cada vez que tomaba el Pan de los ángeles, parecía transformarse en un ángel que gozaba de Dios. Mas, ¿quién no se espantará ahora de las durísimas pruebas por las que hubo de pasar esta alma angelical? Muy presto tuvo en lugar de madre una madrastra de condición asperísima, que la afligía sobremanera, y no le iba el padre a la mano tanto como debiera, especialmente cuando la santa doncella hizo voto de perpetua virginidad, contra la voluntad del padre que quería casarla. Era ella, de gentil disposición y muy hermosa. Se cortó un día con las tijeras la rubia cabellera, pensando que así se entibiaría el amor del que la pretendiera por esposa. Entonces fue cuando su padre y su madrastra salieron de sí y cargaron sobre ella una tempestad de injurias y golpes, con tanto enojo y crueldad, como si fueran verdugos de su hija mártir. Cuando cesaron los malos tratos, Dios permitió que su sierva se viese todo los instantes del día fieramente atormentada por torpísimas imaginaciones y tentaciones las cuales le duraron once años, y a todo esto se añadían penosísimas enfermedades y agudísimos dolores, que acrisolaron como el oro su invencible paciencia. Dejó al fin la casa de sus padres, y con la aprobación del venerable Fray Juan Bautista, que era su confesor, y fue el fundador de los Mercedarios descalzos, se labró una celdilla junto a la ermita de santa Bárbara, y recibió después el hábito de nuestra Señora de la Merced de manos del Maestro general de la orden: y en aquella pobrísima casa la visitaban hasta los príncipes, porque era muy grande la fama de sus arrobamientos, milagros y profecías. Finalmente, después de una vida llena de trabajos y celestiales consuelos, en un éxtasis suavísimo entregó su alma al Señor a los cincuenta y nueve años de su edad.
Reflexión:
Los cilicios e instrumentos de penitencia que usaba la santa, y se conservan en el convento de santa Bárbara de Madrid, llenan de asombro y compunción a los que los miran. Llevaba pegado al pecho un peto de espinas y a las espaldas unas cruces anchas sembradas de puntas de hierro; en los brazos unos cilicios, y en la cabeza una corona de espinas y solía hacer el via crucis con una pesada cruz en los hombros. La causa de esta asombrosa mortificación no era otra sino el amor tan grande que tenía esta inocentísima virgen a su divino Amor crucificado, y tan desagradecido e injuriado de los hombres. Pues, ¿quién no exclamará aquí diciendo: "Esta santa virgen tan inocente y tan penitente, y yo tan pecador y tan inmortificado".
Oración:
Oh clementísimo Dios, Señor de las virtudes, que llenaste de los dones de tu gracia a la bienaventurada María Ana, concédenos por sus ruegos, que los que la honramos con solemnes cultos, imitemos también sus obras. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Fuente: Flos Sanctorum, P. Francisco de Paula Morell, 1890
Reflexión:
Los cilicios e instrumentos de penitencia que usaba la santa, y se conservan en el convento de santa Bárbara de Madrid, llenan de asombro y compunción a los que los miran. Llevaba pegado al pecho un peto de espinas y a las espaldas unas cruces anchas sembradas de puntas de hierro; en los brazos unos cilicios, y en la cabeza una corona de espinas y solía hacer el via crucis con una pesada cruz en los hombros. La causa de esta asombrosa mortificación no era otra sino el amor tan grande que tenía esta inocentísima virgen a su divino Amor crucificado, y tan desagradecido e injuriado de los hombres. Pues, ¿quién no exclamará aquí diciendo: "Esta santa virgen tan inocente y tan penitente, y yo tan pecador y tan inmortificado".
Oración:
Oh clementísimo Dios, Señor de las virtudes, que llenaste de los dones de tu gracia a la bienaventurada María Ana, concédenos por sus ruegos, que los que la honramos con solemnes cultos, imitemos también sus obras. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Fuente: Flos Sanctorum, P. Francisco de Paula Morell, 1890
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