Santa* María Ana de Jesús de Paredes.
(† 1645.)
La inocentísima y penitente virgen, santa María Ana de Jesús, nació de esclarecido linaje en la ciudad de Quito de la América meridional. Casi desde la cuna tomó el camino de la perfección, y se dio tanta prisa a correr por él, que al empezar, pudo parecer que acababa. Apenas tenía diez años, hizo ya los tres votos de pobreza, castidad y obediencia, que suelen hacerse en la profesión religiosa. Como oyese un día las alabanzas de aquellos tres santos mártires de la Compañía de Jesús, que en el Japón habían sido crucificados y alanceados por la fe que predicaban, encendiéndose la santa niña en vivos deseos de ganar almas a Cristo y derramar su sangre en esta demanda, dejó secretamente, como santa Teresa de Jesús, la casa de sus padres y se puso en camino para ir a la conversión de los pueblos bárbaros e idólatras: mas no pudiendo llevar a cabo su intento, se hizo en una pieza muy retirada de su casa su yermo y soledad, donde apartada de todas las cosas del mundo, pudiese vivir para solo Dios. Allí imitó la vida asperísima y penitente que leemos de los admirables anacoretas de la Tebaida. Llevaba hincada en la cabeza una corona de punzantes espinas, ceñía su delicado cuerpo con áspero silicio, se ponía piedrecillas en los zapatos, tomaba su breve descanso sobre una cruz sembrada de espinas, y afligía varias veces así de día como de noche todos los miembros de su cuerpo con inauditas invenciones de tormentos. Eran tan extraordinarios y maravillosos sus ayunos que pasaba a veces ocho y diez días sin comer más de una onza de pan duro. A pesar de este extremado rigor que usaba consigo, era tan blanda y afable con los demás, que fácilmente rendía los corazones de cuantos trataba, y los ganaba para Jesucristo; y así redujo a vida honesta y virtuosa a muchos pecadores de toda condición y estado que se hallaban encenagados en los vicios, o muy apartados del camino de su salvación. Las consolaciones y soberanos favores que recibía en su íntimo trato con Dios, no son para declararse con palabras humanas. La vieron levantada de la tierra y brillando su rostro con una luz del cielo: tuvo excelente don de profecía y discreción de espíritu, curó a muchos enfermos, y resucitó a una mujer difunta. Finalmente habiéndose ofrecido al Señor para satisfacer con su muerte por los pecados del pueblo afligido a la sazón por la pestilencia que hacía en Quito grandes estragos, a la edad de veintiséis años entregó su alma al celestial Esposo. Una maravilla del cielo se vio momentos después de espirar la purísima doncella: y fue que de su sangre cuajada brotó una blanquísima y hermosísima azucena: por cuyo soberano acontecimiento comenzaron a apellidar a la santa con el nombre de Azucena de Quito.
Reflexión:
¡Qué contraste forma la vida de esta santísima doncella con la que llevan las doncellas mundanas de nuestros días, ataviados con todas las invenciones de la moda y escandalizando con su inmodestia y profanidad! Pero aquella con su retiro, su modestia, su honestidad y mortificación admirable fue una gran santa, y está gozando de inefable gloria en el cielo; y ¿qué será de esas jóvenes tan vanas, distraídas, orgullosas y sensuales, tan enemigas de la verdadera piedad, y tan amigas de los placeres del mundo?
Oración:
¡Oh Dios! que hasta en medio de los lazos del mundo quisiste que la bienaventurada María Ana floreciese como lirio entre las espinas, por su virginal castidad y asidua penitencia; concédenos por sus méritos e intercesión, que nos apartemos de los vicios y sigamos la senda de las virtudes. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Fuente: Flos Sanctorum, P. Francisco de Paula Morell, 1890
*Hemos reeditado el título de beata por el legítimo de santa, que le corresponde en la actualidad, dado que santa María Ana fue beatificada el 20 de noviembre de 1853 por Pío IX y canonizada el 4 de junio de 1950 por Pío XII.
No hay comentarios:
Publicar un comentario