San Iñigo, abad de Oña.
(† 1071)
San Iñigo, decoroso ornamento del orden de san Benito, nació en Calatayud, ciudad antiquísima y muy noble de la corona de Aragón. Sus padres fueron muzárabes, esto es, cristianos mezclados con los árabes, los cuales dieron a Iñigo una educación conforme a las piadosas máximas del Evangelio. Llegado el ilustre joven a edad competente, dejó su patria, sus padres y sus cuantiosos bienes, y se retiró a los montes Pirineos, donde pasó algún tiempo en la contemplación de las grandezas divinas; mas llegando a su noticia la santidad de los monjes que vivían en el célebre monasterio de san Juan de la Peña, establecido en lo alto de las montañas de Jaca, resolvió abrazar la regla de san Benito. Hecha ya su solemne profesión, cuando era amado y venerado de todos los monjes por sus eminentes virtudes, alcanzó licencia del esclarecido abad, llamado Paterno, para retirarse a un espantoso desierto de las montañas de Aragón, donde resucitó con sus austeridades las imágenes de penitencia que se leen de los solitarios de la Tebaida, de la Nitria y de la Siria; y donde atraía a gran número de gentes que se aprovechaban de sus saludables instrucciones. Mas habiendo fallecido por este tiempo el primer abad del monasterio de Oña, llamado García, y deseando el rey Sancho nombrar un digno sucesor del difunto, envió tres veces embajadores al santo para que aceptase aquel cargo, y aun pasó el mismo rey personalmente al desierto y logró al fin rendirlo y traerlo consigo a aquel monasterio. En su gobierno practicó con gran eminencia todas las virtudes del más perfecto prelado, a los pobres oprimidos pagaba sus créditos, los buscaba para mantenerlos y vestirlos, libró a muchos presos de las cárceles, redimió cautivos y obró esclarecidos milagros. Cuando le acometió su última enfermedad en un pueblo llamado Solduengo y tomó al anochecer el camino para Oña a fin de consolar a sus hijos, se le aparecieron dos ángeles en figura de dos hermosísimos niños vestidos de blanco con sus hachas encendidas, los cuales le acompañaron hasta el monasterio. En la hora de su muerte se llenó el ámbito de su celda de un resplandor celestial y se oyó una voz que dijo: Ven, alma dichosa, a gozar de la bienaventuranza de tu Señor. Se celebraron con gran pompa sus funerales, y no sólo los cristianos, sino también los judíos y los moros concurrieron a sus exequias y rasgaron sus vestiduras con grandes muestras de sentimiento.
Reflexión:
El abad Juan, sucesor del santo, decía de él en su oración fúnebre estas palabras: "Hemos visto, hermanos, llenos de espiritual consuelo, y entre lágrimas y sollozos como ha sido arrebatado el justo de esta vida. No habrá lugar tan remoto en el mundo, al que no haya conmovido el tránsito de nuestro santísimo padre Iñigo, ni sitio tan ajeno de religión cristiana, donde no se llore su muerte. Llora la Iglesia de haber perdido tal sacerdote, pero se alegra el paraíso habiendo recibido tan gran santo: lloran los pueblos, pero se alegran los ángeles, gimen las provincias, pero triunfan los coros celestiales en la recepción de aquel varón santísimo, que deseaba diariamente volar a ella cuando decía: ¡Cuán amables son, Señor Dios de las virtudes, tus tabernáculos! (Ps. 83)". ¡Ojalá que nuestra muerte sea también la muerte de los justos, llorada de los buenos y celebrada de los ángeles! ¡Oh, cuan prudentes y dignos de toda alabanza son los hombres que considerando como negocio principal del hombre el negocio de la virtud, emplean su vida en obrar el bien y edificar a sus semejantes!
Oración:
Háganos, Señor, agradables a ti, como te lo pedimos, la intercesión de san Iñigo abad, para que por su patrocinio alcancemos lo que no podemos esperar de nuestros propios méritos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Fuente: Flos Sanctorum, P. Francisco de Paula Morell, 1890
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