San Medardo, obispo de Noyón.
(t 545)
Uno de los más ilustres prelados de la iglesia de Francia en el VI siglo, fue el caritativo obispo san Medardo, el cual nació en Salentiaco, posesión muy rica de sus padres, que estaba en la región de Noyón. Desde sus tiernos años fue tan amador de los pobres, que les daba su misma comida y vestido, y un día hasta les dio el caballo de que tenía harta necesidad. Riñeron unos labradores sobre el linde y término de unas tierras que tenían y convinieron en ajustarlo allí con las armas y las vidas: Medardo que lo supo, se fue con ellos, y viendo una piedra, puso el pie sobre ella, y dijo: "Esta piedra es el mojón y término de esta porfía"; y quitando el pie, vieron todos que había quedado estampado en la piedra, con cuya maravilla quedaron en paz. Lo entregaron después sus padres al obispo de Vermandois para que con su doctrina se adelantase en letras y virtud; y habiendo sido ordenado de misa acrecentó su fervor: afligía su carne con abstinencias, dejando de comer para hartar a los hambrientos, sanaba endemoniados, y curaba todas las enfermedades, por lo cual cuantos a él venían, hacían a la letra lo que les decía y aconsejaba, como si se lo dijera un ángel del cielo. Murió el obispo de Vermandois, y luego se oyó la voz común que aclamaba por su obispo a Medardo, y aunque el santo rehusó mucho aquella dignidad, al fin, vencido de los ruegos y lágrimas de todo el pueblo, hubo de aceptarla. Habiendo después fallecido el obispo de Tournay, eligieron también al mismo santo, y el rey pidió al pontífice que uniese las dos iglesias para que el siervo de Dios las gobernase, y así lo hizo, aunque por causa de las irrupciones de los Vándalos tuvo que trasladar el santo la sede a Noyón. Eran los de Tournay muy bárbaros e indómitos, de malas costumbres y obstinados en sus pecados e idolatrías; mas al fin pudo tanto el santísimo obispo con sus suaves y dulces razones, que a todos los bautizó e hizo buenos cristianos. Y después de haber ganado para Jesucristo innumerables almas, con su predicación y con los grandes milagros que hacía, a los quince años de su gobierno descansó en la paz del Señor. Los que estaban presentes vieron muchas luminarias del cielo delante del santo cuerpo, que duraron por espacio de dos horas. Y cuando condujeron el sagrado cadáver a Soissóns, el mismo rey con otros caballeros llevó las andas sobre sus hombros y le hizo labrar un magnífico sepulcro, el cual fue muy célebre y glorioso por los señalados prodigios que obró el Señor por medio de su santo.
Reflexión:
Tal es la honra que merece la santidad aun acá en la tierra. Los pueblos y los reyes la veneran, y con universal aplauso la ensalzan sobre todas las demás grandezas del mundo. No se conceden semejantes obsequios a la opulencia, a la sabiduría, a las dignidades y placeres mundanos; porque todos entienden que estas cosas pueden hallarse hasta en un hombre malvado y digno de todo vituperio. Sólo la virtud hace al hombre verdaderamente grande. Pues ¿por qué no hemos de amarla y codiciarla y preferirla a todas las demás cosas? ¿No es ella, como dice el Sabio, incomparablemente más estimable que el oro, y las piedras preciosas? ¿No es el mayor tesoro que podemos hallar sobre la tierra, y el único caudal que podemos llevarnos a la eternidad, y el único bien que nos honra en esta vida y que nos hará dignos de eterna gloria?
Oración:
Concédenos, Señor, que la venerable festividad del bienaventurado Medardo, tu confesor y pontífice, aumente en nosotros el espíritu de la devoción y el deseo de la salvación eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Fuente: Flos Sanctorum, P. Francisco de Paula Morell, 1890
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