San Felipe y Santiago el Menor, apóstoles.
(† 54 y 62.)
El glorioso apóstol de Cristo san Felipe fue natural de Betsaida, donde nacieron asimismo san Andrés y san Pedro. Luego que san Felipe conoció a Cristo, comenzó a hacer oficio de apóstol, que es traer a otros al conocimiento y amor de Dios; y así trajo a Natanael a Cristo, de quien dijo el Señor que era verdadero israelita y hombre sin doblez ni engaño. Antes de hacer nuestro Señor el gran milagro de la multiplicación de los panes en el desierto, preguntó a Felipe de dónde comprarían pan para sustentar a aquella gran muchedumbre de pueblo, para darnos a entender con su respuesta la falta de pan que había, y la grandeza del milagro del Señor. Después de la resurrección de Lázaro algunos gentiles vinieron a ver a Jesucristo, y tomaron por medio a san Felipe, declarándole su deseo, y Felipe y Andrés se lo dijeron al Señor, el cual hizo gracias al Padre Eterno porque ya los gentiles comenzaban a conocerles. En aquel soberano sermón que el mismo Señor hizo a los apóstoles después de la sagrada cena, le dijo san Felipe: "Señor, mostradnos al Padre"; y de estas palabras tomó ocasión el Señor para revelarnos altísimos misterios de su divina naturaleza. Después de la venida del Espíritu Santo, cupo a san Felipe la provincia del Asia superior, en la cual predicó el santo Evangelio; de allí pasó a la Escitia y últimamente a la ciudad de Hierapolis, donde los gentiles adoraban por dios una víbora, y donde echaron mano al santo apóstol, y después de haberle azotado ásperamente, lo crucificaron y mataron a pedradas.
Celebramos hoy también la memoria del apóstol Santiago el Menor, que nació en Cana de Galilea, el cual es llamado hermano del Señor, conforme a la costumbre de los hebreos que llamaban hermanos a los que eran primos, y por haber sido llamado al apostolado después de Santiago hermano de san Juan, se llama Santiago el Menor. Era apellidado también con el nombre de Justo, porque su vida era un retrato del cielo, y en las facciones del rostro se parecía a Cristo, y así muchos cristianos venían a Jerusalén a ver a Santiago. Nunca comió carne ni bebió vino, y de estar de rodillas, las tenía duras como de camello; jamás consintió que se le cortase el cabello, ni quiso bañarse ni ser ungido con óleo. Era tan grande la opinión que tenían los judíos de su santidad, que a él solo le dejaban entrar en el sancta sanctorum. Lo nombró san Pedro obispo de Jerusalén y en el primer concilio que allí se celebró dijo su parecer después de san Pedro. Finalmente, después de haber gobernado la Iglesia de Jerusalén por espacio de treinta años, por haber predicado a Jesucristo en el Templo, los fariseos, bramando como leones, tomaron piedras contra él, y lo arrojaron del lugar eminente en que predicaba: y mientras levantaba las manos al cielo rogando por sus enemigos, uno de ellos le dio con una pértiga en la cabeza, esparciéndole los sesos por el suelo.
Reflexión:
Esta fue la recompensa que llevaron los santos apóstoles de Jesucristo: padecer y morir por el Señor. ¿No vale más esto que todos los demás bienes del mundo? Y por eso nos enseña el mismo Santiago en su epístola canónica, el gran bien que se encierra en las adversidades y tribulaciones cuando se llevan con paciencia, y nos exhorta a gozarnos en gran manera, cuando somos tentados y probados con muchas y varias aflicciones del Señor. Lo que nos cuesta es lo que vale, y lo que vale es lo que se premia con eterna gloria.
Oración:
Oh Dios, que cada años nos alegras con la solemne festividad de tus apóstoles Felipe y Santiago, concédenos tu gracia para imitar los ejemplos de aquellos, de cuyos merecimientos nos regocijamos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Fuente: Flos Sanctorum, P. Francisco de Paula Morell, 1890
(Desde 1955 celebra hoy la Fiesta de San José Artesano, o San José Obrero; pasando la liturgia propia de los santos apóstoles al 11 de mayo. No obstante, la publicamos aquí por el rigor del libro de 1890 que estamos digitalizando.)
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