San Pelagio, mártir.
(† 26 junio 925)
La biografía de San Pelagio se abre en la batalla de Valdejunquera, cercanías de Pamplona, librada el 26 de julio del año 920 entre Abd al-Rahmán III y los reyes cristianos Sancho de Pamplona y Ordoño II de León, en la que los cristianos del norte sufrieron una gravísima derrota. Los musulmanes la denominarán campaña de Muez por el vecino castillo en el que se refugiaron los fugitivos de Valdejunquera. En aquel encuentro adverso, dos obispos que acompañaban a los monarcas cristianos, Dulcidio, de Salamanca, y Ermogio, fueron hechos prisioneros y traídos a Córdoba. Ermogio llegó a la capital del todavía emirato el jueves 13 de septiembre de 920. Ninguna fuente verdaderamente antigua vincula de manera especial a Ermogio y a San Pelagio con Tuy.
Con fundamento en la Pasión, el obispo Ermogio pasó al menos en prisión tres meses y medio entre las estrecheces de la cárcel y el sufrimiento de las cadenas, tiempo suficiente para tratar su rescate y entregar como rehén a su sobrino Pelagio, de 10 años de edad. El santo niño llegaba posiblemente a Córdoba en enero de 921 con la esperanza de que su tío enviaría prisioneros musulmanes del reino de León en precio de su rescate. Las transacciones fueron muy lentas pues, tres años y medio después, Pelagio seguía en prisión.
En la cárcel, según el presbítero cordobés Raguel, Pelagio mantiene una actitud altamente sobrenatural. La reclusión era una prueba y servía de purificación de sus pecados. «Cuál era allí su comportamiento, sus compañeros [de prisión] no lo ocultan y la fama no lo silencia», dice Raguel. «En efecto, él era casto, sobrio, apacible, prudente, atento a orar, asiduo a su lectura, no olvidadizo de los preceptos del Señor [y] promotor de buenas conversaciones». Su belleza natural fue comunicada a Abd al-Rahmán III. Éste ordenó que el niño fuera conducido a su presencia. Como la pederastia era un hecho bastante habitual en la España musulmana, testigo Ibn Hazam (994-1063), autor de El collar de la paloma, la escena inmediata se encuadra dentro de unos comportamientos no extraños en el Islam español.
«Así -cuenta Raguel- al comienzo de un banquete envió a sus subalternos para que hiciesen comparecer al que iba a ser víctima para Cristo, con el fin de mirarlo detenidamente». Vestido con todo lujo pero sujeto aún con las cadenas de la prisión fue presentado al emir. Ante él procedieron a cortar los hierros cuya caída sirvió para impresionar al niño, a los asistentes y al futuro califa. «A éste, que habían vestido con toga regia, lo expusieron a las miradas de aquél, mientras que a los oídos del santísimo niño musitaban que por su hermosura era llevado a tan alto honor». La pasión relata a partir de este momento el diálogo entre aquella criatura de 13 años y Abd al-Rahmán III. Éste le dijo sin titubeos:
-«Niño, te elevaré a los honores de un alto cargo, si quieres negar a Cristo y afirmar que nuestro profeta es auténtico. ¿No ves cuántos reinos tengo? Además te daré una gran cantidad de oro y plata, vestidos los mejores y adornos los precisos. Recibirás, si aceptas, el tipo que tú eligieres entre estos jovencitos, a fin de que te sirva a tu gusto, según tus principios. Y encima te ofreceré pandillas para habitar con ellas, caballos para montar, placeres para disfrutar. Por otra parte, sacaré también de la cárcel a cuantos desees, e incluso otorgaré honores inconmensurables a tus padres si tú quieres que estén en este país».
San Pelagio respondió decidido:
-«Lo que prometes, emir, nada vale, y no negaré a Cristo, Soy cristiano, lo he sido y lo seré, pues todo eso tiene fin y pasa a su tiempo; en cambio, Cristo, al que adoro, no puede tener fin, ya que tampoco tiene principio alguno, dado que Él personalmente es el que con el Padre y el Espíritu Santo permanece como único Dios, el cual nos hizo de la nada y con su poder omnipotente nos conserva».
Abd al-Rahmán III no obstante pretendió, aunque en broma, comenzar ciertos tocamientos.
-«Retírate, perro, dice Pelagio. ¿Es que piensas que soy como los tuyos un afeminado?, y al punto desgarró las ropas que llevaba vestidas y se hizo fuerte en la palestra, prefiriendo morir honrosamente por Cristo a vivir de modo vergonzoso con el diablo y mancillarse con vicios».
Abd al-Rahmán III no perdía por ello las esperanzas de seducir al niño y por eso ordenó a los jovencitos de su corte que lo adularan, a ver, si, apostatando se rendía a tantas grandezas prometidas. «Pero él, con la ayuda de Dios, se mantuvo firme y permaneció sin temor proclamando que sólo existe Cristo y afirmando que por siempre obedecería sus mandatos».
«El emir, al ver que la fervorosísima alma de Pelagio perseveraba en oposición a su voluntad, y al darse cuenta de que era rechazado en sus deseos, picado de rabia, dijo:
-‘Colgadlo en garruchas de hierro y, una vez constreñido hasta el máximo elevándolo hacia lo alto, bajadlo reiteradamente el tiempo necesario para que exhale su espíritu, o niegue que Cristo es Dios’.
Pelagio, pasando por la prueba con voluntad inconmovible, se mantenía impertérrito, por cuanto ahora no rehusaba en absoluto padecer por Cristo. Al conocer el emir la firmeza de Pelagio, ordenó que lo despedazasen con la espada, miembro a miembro, y que fuese arrojado al río. Los verdugos, por su parte, en virtud de la orden recibida, después de sacar el puñal, se entregaron frenéticamente a tan crueles escarnios contra él, que se podría pensar que ejecutaban el sacrificio que, sin ellos saberlo, era necesario que se ofreciera en presencia de nuestro Señor Jesucristo. Uno le amputó de cuajo un brazo, otro le segó las piernas, otro incluso no dejó de herir su cuello. Entre tanto permanecía sin espantarse el mártir, del que gota a gota manaba abundante sangre e vez de sudor, seguramente sin invocar a nadie más que a nuestro Señor Jesucristo, por quien no rehusaba padecer, diciendo: ‘Señor, líbrame de la mano de mis enemigos’. En este momento emigró su espíritu a la presencia de Dios; su cuerpo, en cambio, fue arrojado al fondo del río Guadalquivir. Pero de ninguna manera faltaron fieles que lo buscasen y llevasen solemnemente hasta su sepulcro. En realidad, su cabeza la guarda el cementerio de San Cipriano; su cuerpo, empero, el verde campo santo de San Ginés».
«¡Oh martirio verdaderamente digno de Dios -concluye Raguel- que comenzó a la hora séptima, y llegó a su cumplimiento al atardecer del mismo día! El santísimo Pelagio, a la edad aproximada de trece años y medio, sufrió el martirio según se ha dicho, en la ciudad de Córdoba, en el reinado de Abd al-Rahmán, sin duda un domingo, a la hora décima, el 26 de junio en la era de 963 [925]».
Las gestiones para la obtención de sus reliquias son provocadas por la monja Elvira, hermana del rey Sancho el Craso. En los comienzos del reinado del niño Ramiro III, mientras Elvira controla el poder, llegan a León las sagradas reliquias en 967. Por temor a las campañas de Almanzor, su cuerpo fue trasladado a Oviedo y se depositó en la iglesia del monasterio femenino de San Juan Bautista en 996. El 15 de enero de 1794 fray Juan de Ron y Valcárcel, general de la Congregación de San Benito en España, autorizó desde el monasterio de San Pelayo de Oviedo, el traslado a Córdoba de una reliquia de San Pelagio, recibida en la ciudad el 14 de enero de 1798 y conservada en la capilla del Seminario.
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