APÓLOGO DE SAN FRANCISCO Y LA GÁRGOLA
Allá en las alturas de una vieja catedral gótica, donde apenas llegaba como un rumor lejano el ajetreo de la ciudad que hervía a sus pies, había una gárgola de piedra que, en forma de dragón imaginario, con la cabeza erizada por una cresta inverosímil, se reguindaba hacia afuera, abriendo desmesuradamente su boca amenazadora.
A poca distancia de ella, sobre el extremo de un arbotante calado como un encaje, había una estatuilla de San Francisco de Asís, labrada por un artista ingenuo en purísimo mármol blanco, con los ojos arrobados y las manos extendidas, como si se dispusiera a predicar, desde aquellas alturas, a las ave-cillas del cielo.
Y ocurría que una y otro —la gárgola y el santo -se pasaban la vida enzarzados en una continua disputa. La gárgola era gruñona y descontentadiza como vieja. Y aburrida ya de estar siglos y siglos a la intemperie, llena de verdín y escurriendo agua hacia la calle, protestaba a cada momento de cuanto veía y atisbaba en la ciudad desde aquel alto observatorio. San Francisco, en cambio, con voz dulce y templada, le reprendía a cada momento por aquellos desahogos y berrinches, y llamándola cariñosamente "hermanita gárgola", quería atraerla al buen camino y hacerla más dulce y tolerante con los hombres y las cosas. Pero el dragón de piedra era poco sufrido, y apenas iniciaba el santo una de aquellas pláticas que hasta las cigüeñas se paraban a escuchar, empezaba a bramar y a decir improperios, ahogando así entre los berridos de su enorme bocaza las palabras de leche y miel del divino poeta... El tema de las lamentaciones de la gárgola era siempre el mismo: la comparación de sus viejos tiempos, tan poéticos e ideales, con estos de ahora, tan rastreros y materialistas, viniendo siempre a la consecuencia de que la Humanidad camina a toda prisa cuesta abajo.
Acababa de pasar, cuando ocurrió lo que aquí se cuenta, un invierno crudo y tempestuoso como pocos, y el infeliz dragón, después de haber estado durante meses cubierto de ampos copos de nieve, estaba ahora húmedo y sucio, y llenos sus ojos salientes de legañas de verdín. Esto le traía de peor humor que de costumbre, y como oyera que el San Francisco de mármol aprovechando que entraba la primavera, comenzaba a entonar un himno al hermano Sol, lo interrumpió con furiosas carcajadas, abriendo más que solía su boca de cocodrilo:
— ¿Pero ahora sales con eso, poeta? ¿Todavía andas de humor de agradecerle a Dios el beneficio de la luz? ¡Viviéramos mil veces en tinieblas, y nos ahorráramos de ver las cosas que desde aquí vemos!...
—Pero, hermana gárgola...
-Déjate de pamplinas; ¿no estás viendo ese edificio que nos están levantando ahí en la plaza, en nuestras propias narices? Parece otra torre de Babel que pretendiera escalar el cielo; cada día ponen un piso. Y ese juguete de cemento, ligero como todo lo de ahora, acabará por ahogarnos y quitarnos el aire y la luz. ¡A nosotros, que somos la herencia venerable de un siglo grande y fuerte!
—A pesar de todo, hermanita gárgola, con eso comen cientos de familias.
— ¡Y es un Banco! —le interrumpió el dragón, sin hacerle caso-. ¡Un Banco! ¡La verdadera catedral moderna, donde se adora al único dios de este siglo...! El otro día oí decir a unos albañiles que trabajaban en ese andamio que sobre la cúpula, como remate de todo, piensan poner un muñecón, pintado de purpurina, que represente a Mercurio, el dios de los comerciantes y de los ladrones... Y por eso suben y suben tanto el edificio; quieren que su Mercurio este por encima de la cruz de nuestra torre.
—¿Por qué has de pensar siempre asi, hermanita?
—Porque es la realidad, hermano poeta. ¿No ves esos letreros de oro —aquí todo es de oro- que llenan los pisos y balcones del Banco? La palabra "crédito" aparece una y mil veces en ellos como una obsesión: "crédito", es decir, mentira, humo, farsa... Porque eso es lo que hacen ahí dentro: negociar una y mil veces con un dinero que no existe en parte alguna. ¡0h, aquel venturoso tiempo, en que en las gradas y en los porches de esta catedral se sentaban al sol los mercaderes y, despues de oir misa, contrataban, en el nombre de Dios, sus mercancias!
— ¿Y acaso, tapujados con el nombre de Dios, no había entonces también sus engaños y rapiñas? No es la forma, hermanita, sino el espíritu lo que a Dios importa, y...
—Calla, calla, hermano Francisco; ¿no te da en la cara en este momento una humareda espesa y negra? ¡Ah, malditas fábricas! Toda la ciudad está llena de chimeneas de ladrillos rojos y ahumados, que infestan el aire... Tú mismo, hermano, estás lleno de polvillo negro y apestas a carbón como un obrero...
—Ese olor de carbón sobre la blusa de un obrero huele a flores allá arriba. Esas columnas de humo negro de las fábricas suben hasta el trono de Dios lo mismo que las columnas de incienso; y en verdad te digo, hermanita gárgola, que lo mismo agradan unas que otras al Senor.
—¿Y qué me dices de esos letreros? Tiende la vista sobre la ciudad, hermanito Francisco, hasta donde se ahoga en la bruma, y no verás más que letreros y letreros con anuncios. Es como un pregón gigantesco y general que se alza de los cuatro ámbitos de la ciudad; toda ella es lonja y mercado... Y me sulfura, sobre todo, hermano, la forma insolente e imperativa en que están redactados; no piden, no ofrecen, sino que mandan. "Tome usted esto. Visite usted aquello. Púrguese. Tíñase el pelo." Son un poema de mala educación. Además, ¿no te has fijado, hermano, que en esos letreros de bombillas de colores, que parpadean por la noche apagándose y encendiéndose, de cada tres, dos anuncian un aperitivo? Y es que los hombres de ahora han dado en exitar con drogas el apetito para hacer de la gula un culto... ¿Qué dices de esto tú, hermano poeta, tú que te pasaste toda una Cuaresma en el lago de Perusa con medio panecillo?
—Digo, hermana, que es imprudente echar en cara a nadie lo que en otros fueron inmerecidas gracias del Señor.
— ¡Oh! ¡Me sublevas con tu cachaza, hermanito! Pero, mira ¿no ves en aquella calle aquella capillita que están levantando? Hasta para hacerle casas a Dios son encogidos y raquíticos estos hombres de ahora. Parece que está hecha con las arrebañaduras de materiales que sobraron al hacer este Banco. Su campanita tímida y afónica apenas sobresale del estruendo babilónico de los "autos", los camiones y los tranvías.
— ¡Oh, basta, basta, por Dios, hermana! —suplicó el santo, Pero el dragón de piedra prosiguió cada vez con más furia: -¿Cómo ha de bastar, si esto no es más que empezar con lo que veo desde aquí? ¡Oh, si no fuera por esta bondadosa condición mía, qué cosas no habría de decir de esos gusanillos pedantes y ridículos que se mueven a mis pies! ¡Cómo corren y se ajetrean, y pasan una y mil veces, jadeantes y sudosos, con la frente baja, en busca de sus negocios chiquitos y de momento! Son como aquellos chicharitos verdes de la leyenda, que, como estaban siempre en sus vainas verdes, también se creían que todo el mundo era verde. Estos se creen que no hay más mundo que esa colmena donde viven ahora. Ni se quitan el sombrero cuando pasan ante nosotros, ni levantan nunca los ojos para mirar esa franjita azul de cielo que se asoma entre las cornisas de sus Bancos y de sus palacios. Por eso los veo yo desde aquí hervir a todas horas, como los gusanos de un estercolero, blasfemando el uno, robando el otro, mintiendo el de más allá... ¡Ah, si pudiera yo tragarme de una vez toda esa charca de ahí abajo!
Y al decir esto, la terrible gárgola abrió desmesuradamente la boca, como si quisiera poner en ejecución lo que decía...
Pero, en aquel momento, por encima de la catedral pasaba, sobre el fondo azul del cielo, una bandada de golondrinas, que entraba con la primavera.
-¡Venid a mi, hermanitas golondrinas! -exclamó al verlas el santo; y una pareja de ellas vino a posarse suavemente en sus manos blancas—. Id, hermanitas —prosiguió—, y haced vuestro nido allí, en la boca de aquel monstruo.
Las golondrinas obedecieron, y, piando alegremente, se entraron por las fauces de piedra de la gárgola, hasta lo más hondo. El dragón, que tenía la boca desmesuradamente abierta, como para tragarse al mundo, al sentir el contacto caliente de aquellas criaturas de Dios, se quedó mudo e inmóvil, sin atreverse a cerrar sobre ellas sus mandíbulas, como si les brindara amorosamente aquel refugio para su nido.
Entonces, aprovechando aquella forzada mudez del malhumorado dragón, la estatua blanquísima del santo comenzó pausadamente a recitar su interrumpido cántico al hermano Sol.
Bendijo al Sol, y al aire, y al cielo, dádivas generosas del Señor que los hombres no saben agradecer; y dijo que el que ama estas cosas se le hace el espíritu claro y luminoso, y está más pronto para perdonar que para maldecir; y añadió, mirando a la gárgola, que no son los tiempos ni las cosas buenas ni malas, sino que es el espíritu del hombre el que las hace bellas o feas a los ojos del Señor; que todo en el mundo —ayer como hoy—, trabajo, afán, negocio o lo que sea, todo puede convertirse en oración y cántico con sólo mezclarle una partecilla de amor, que es la sal y la levadura de las cosas todas.
Las palabras del santo, como espiras de incienso, subían lentamente en el silencio tibio de la tarde primaveral. El dragón de piedra le escuchaba con ojos sumisos, sin atreverse a mover su enorme boca, en cuyo fondo, el alborotado piar de los pájaros, cantaba el triunfo del amor y de la vida.
José María Pemán (Cuentos sin Importancia)
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