domingo, 28 de febrero de 2016

Murmuración: El Demonio se sirve mucho de nuestra Lengua



Murmuración: El Demonio se sirve mucho de nuestra Lengua

(Domingo III de Cuaresma)


“Et illud erat mutum”: Nota este efecto el evangelista como una cosa singular, porque el demonio incita por lo común a los que posee a hablar, valiéndose de la lengua como de un instrumento que nos hace irreparables daños.

EI espíritu tentador enemigo implacable del hombre y que no perdona ocasión ni artificio alguno para dañarle y perderle, tiene en nuestra lengua un fatal instrumento de su malignidad que pudiendo servir a nuestro provecho y vida sirve por su funesto influjo a nuestra perdición y a nuestra muerte. En manos de la lengua está nuestra muerte y nuestra vida. Y el mismo Jesucristo nos dijo: “Tus palabras te justificarán y tus palabras te condenarán”. “De la boca, dice el apóstol Santiago, procede la bendición y la maldición, y de un mismo origen salen en nuestro pecho aguas saludables y dulces, y aguas amargas y llenas de corrupción”. El hombre tiene tiempo señalado para hablar y tiempo para callar. El demonio le hace romper la importante medida y orden de este tiempo, y le pierde por el mismo medio con que él debía alcanzar ganancias y bienes infinitos. Las palabras de Abigail cuando salió al encuentro de David, que venía lleno de furor y de venganzas, la salvaron y libertaron del peligro. Las palabras del amalecita, que dijo al mismo David haber sido el homicida de Saúl, le perdieron e hicieron reo de la muerte. Plutarco refiere que mandando el tirano Amásis a Biante le dijese cuál era la cosa más útil y al mismo tiempo más dañosa al hombre, aquel filósofo le envió uno lengua. En efecto, ninguna cosa más importante al hombre que hablar en el tiempo debido, ninguna más dañosa que hablar cuando el silencio es una estrecha obligación que no puede romperse sin injusticia.
Hemos visto antes las ventajas y utilidades de la corrección, en ella las palabras sanan a nuestro prójimo enfermo y nos hacen dignos de la vida eterna. Veamos ahora los daños y funestas consecuencias de la detracción en la que las palabras son tiros envenenados de la malicia que rompen los sagrados vínculos de la caridad y saetas que, penetrando nuestro mismo corazón, le quitan la vida de la gracia. El demonio, pues, ansioso de nuestra perdición, nos hace trastornar este orden admirable y ventajoso. Nos hace callar en el tiempo que nos obliga la caridad a hablar a nuestro hermano, y nos hace hablar cuando la misma caridad nos inspira y ordena un inalterable silencio. ¡Desgraciados de nosotros si el demonio llega a apoderarse de nuestras lenguas!

Daños horribles de la lengua

David contempla al padre del error y de la injusticia en la boca de Doeg Idumeo, hombre atrevido y desnudo de caridad, que habla a Saúl, contra el profeta rey, censurando todas sus acciones y llenando de oprobio su irreprehensible conducta. Tu lengua no pensó en todo el día sino en horribles injusticias, como una penetrante espada dividió mi corazón, rompió mi honra y dañó mi estimación. Injustas son con efecto y en el más alto grado de inicua usurpación las detracciones que ofenden el honor de nuestro hermano. Si es injusticia robarle sus bienes temporales, ¿cuánto mayor lo será robarle aquel precioso bien que es más estimable que la multitud de las riquezas? Es la lengua una espada penetrante que llega hasta la división del alma; que no perdona clase, distinción, honra, ni bien que no acometa y asole. Jesucristo pedía a su eterno Padre le librase de esta fatal y venenosa espada. Pide en estas palabras, dice san Agustín, le libre no de la cruel lanza que en la cruz había de penetrar su amoroso pecho, sino de la envenenada lengua de sus perseguidores, que fue una aguda espada que le hendió y dividió con más crueldad que los tormentos y la muerte. ¡Oh espada cruel!, tú no perdonaste al hijo de Dios vivo, ni has perdonado jamás a la honesta viuda, a la doncella recogida, al sacerdote virtuoso, al religioso penitente; todo lo abrasas, todo lo destruyes, todo lo asolas. No te engañes, oh hombre, dice el apóstol Santiago, no te creas honrado y religioso, sino has refrenado esta fatal bestia. Tu lengua hará estéril y vano tu decantada religión. Si tu lengua está desenfrenada, vana es tu oración, vanas tus limosnas, vanas tus virtudes. En la lengua sólo habita la universidad de los pecados, y ella sola inflamada en el fuego del infierno te hará un digno objeto de horror y de desprecio. De ella salen saetas encendidas como carbones desoladores que todo lo abrasan y consumen. Es un fuego infernal que no perdona ni los cuerpos ni las almas, ni los ángeles, ni a Dios mismo.

Siendo uno de las partes más pequeñas del cuerpo humano, causa horribles estragos

¡Oh instrumento infernal que siendo tan pequeño y uno de los menores del cuerpo humano levantas tan soberbios edificios de iniquidad y de injusticia! El grano de pólvora, apenas perceptible, levanta, encendido, los montes, vuela las torres, quebranta las peñas y las arroja con violento impulso por los aires. Así, inflamada la lengua en el fuego de la envidia, de la emulación y del odio, levanta las torres y derriba los más sólidos edificios de santidad y de virtud. No hay murallas, cerrojos o cadenas que puedan reprimir su bárbaro furor; vuela de una a otra parte tan ligera como el pensamiento y a grandes distancias, obra males y daños indecibles. Deshace este azote fatal, los huesos del inocente que dista muchas leguas del injusto detractor. Está Achimelech en el santuario cerrado con sus sacerdotes, empleado en el culto del Señor, y allí llega, allí le despedaza la injusta lengua de Doeg. Se retira el Bautista a lo más profundo del desierto, y allí le hiere la desenfrenada lengua que le llama hijo y poseído del demonio. Sube Cristo a la cruz y allí le despedaza, con nueva e inaudita crueldad, la envenenada lengua de sus implacables enemigos. Está Dios en el cielo, sentado en el trono inmortal de su grandeza, rodeado de gloria y majestad, y allí llega el sacrílego furor de la lengua con el osado designio de ofenderle. El hombre puede muy bien libertarse de las serpientes venenosas y evitar con la distancia sus fatales mordeduras, pero no puede al favor de la distancia evitar el bocado infernal de la lengua, que de un modo oculto, malicioso e imperceptible, daña sus entrañas cuando él está más descuidado.

Es fiera indomable

Es, además de esto, un animal inquieto, que resiste a todo freno y dirección, lleno de mortal veneno. El furioso ímpetu de las olas cede al freno y baluarte, y sobre el mar soberbio camina el hombre astuto, con tranquilidad y sosiego. Las fieras más indómitas y feroces ceden a la sujeción y al castigo, y no hay león, oso, halcón o buitre que no enfrene su furor a la voluntad del hombre. Mas, ¿quién hasta ahora ha sido capaz de sujetar la lengua? Es fiera indomable llena de veneno, pero de un veneno insanable al que no debe compararse el del áspid más terrible. Se asombra Jeremías viendo que, al solo ruido de uno palabra, es consumida la oliva hermosa llena de frutos deleitables. Mayor asombro es ver a la llama infernal encendida por esta indomable fiera consumir, en un momento, la forma hermosa y deleitable con que se honraba la doncella, el varón justo y el piadoso sacerdote.

Enemigo que daña engañosamente

Sus estragos son más temibles cuanto es más oculto, engañoso y lleno de artificio su principio. Funesto y formidable lazo que enreda y enmaraña al hombre, sin que él sienta su daño, ni conozca la ruina de su alma, semejante a la pequeña piedrecilla que derribada de un alto monte, sin que se perciba la mano que la arroja, arruina grandes y riquísimas estatuas. Es deshonrado un inocente por la injusta detracción y acre censura de un malvado, si preguntáis quién ha hecho este horrible daño, no encontraréis al culpado, todos se excusan, ninguno conoce su pecado. Un mortífero veneno abrasa sus entrañas, su lengua ha vomitado este veneno y no conoce su mal, aún el que lo ha ocasionado a su prójimo. Esta ilusión fatal, que ciega a los infelices detractores, se vio representada en las excusas que alegaron en la muerte de Jesucristo sus más sacrílegos e inhumanos autores. Jesucristo está pendiente de la cruz, como un malvado. Preguntad al demonio si ha ocasionado él aquel bárbaro atentado; y responderá: yo no hice tal maldad, yo mismo sugerí a Pilatos por medio de su mujer para que no tomara parte en la causa de este Justo. Preguntad a los Fariseos y os dirán: Nobis non licet interficere quemquam. Herodes se excusó de juzgarle; Pilatos lava sus manos. ¿Pues quién le ha deshonrado, quién le ha puesto en una cruz? El demonio, los Fariseos, Herodes, Pilatos, todos contribuyeron a su muerte: su corazón estaba lleno de mortal veneno contra el divino Salvador, pero un velo fatal cubre sus ojos para que no vean su pecado. Así vemos a un hombre honrado en presa de la más cruel censura y desapiadada detracción. Si preguntáis quién ha sido la causa de tan horrible injusticia, no encontraréis el detractor. Yo, dirá uno, no he pensado ofenderle; otro, yo dije la verdad; otro, yo no dije uno cosa en ningún momento. Todos se disculpan y todos le ofendieron, todos le desgarraron con sus lenguas que, como agudos y venenosos cuchillos, dividieron y ultrajaron su honor.

Cuánto debe temerse

¿Quién no temerá los estragos que puede ocasionar en su alma esta fatal bestia? ¡Ah! Incesantemente deberíamos pedir a Dios los auxilios más eficaces de su divina gracia para contener el furor de tan temible enemigo. Jamás deberían caerse de nuestra boca las palabras del profeta: “Poned Señor guardas y vigilantes, centinelas a mi boca y una bien cerrada puerta a mis labios, para que como ciudad cercada de furiosos enemigos, se libre de sus violentos asaltos”. Una ciudad sin murallas, rallos, ni puertas es fácilmente conquistada. Así el espíritu del hombre es fácilmente pervertido si sus labios no tienen freno. Por eso el Espíritu Santo nos ordenó que cerquemos y fortalezcamos con invencibles muros nuestra boca. Ninguna diligencia es ociosa en tan importante cuidado. “Ignoro, decía Orígenes, si los mayores santos y escogidos estarán libres de los cargos de la lengua”. El santo profeta Isaías lloraba las manchas con que su lengua había afeado su alma. Bienaventurado el varón de cuya boca no han salido palabras injuriosas. Porque, ¿quién es el que no ha delinquido en su lengua? Fiera indomable cuyo furor no cede sino a la gracia poderosa del Señor.

Es universal instrumento de pecado

Todas las partes del cuerpo humano sirven a la iniquidad, pero cada uno tiene objeto fijo y determinado. La lengua es un instrumento universal y un arma con que el demonio obra en nosotros en todas las materias y por todos los caminos. La lengua es el órgano de la deshonestidad, dispone sus trazas, hace las engañosas promesas. Es el arma del ladrón, disfraza también la usura, y no hay pecado que por su medio no se acabe y perfeccione. La lengua suscita las disensiones más ruinosas y abrasa en voracísimo fuego las familias, los reinos, el mundo todo. “Conmovió a muchos, dice la sagrada Escritura, los esparció de gente, destruyó las ciudades muradas de los ricos, dividió las casas de los grandes, arruinó las virtudes de los pueblos, deshizo los fuertes, trastornó la fortaleza de las mujeres, las privó del fruto de sus honestos trabajos”. Vil y astuta sabandija que, trepando las paredes más encumbradas, entra en las casas de los grandes y en los palacios de los reyes. Inquieto y turbulento animal que no sosiega un momento, ni perdona la más ligera ocasión para dañar al hombre. Apenas una ligera palabrilla ha excitado en nuestro ánimo el más leve sentimiento de envidia o de desazón contra nuestro hermano, cuando la lengua turbada, inquieta y desasosegada, como la mujer a quien apuran y alteran los vivos dolores del parto, discurre de una a otra parte y no descansa hasta que ha vomitado sus dañados sentimientos. Todas las acciones del prójimo la turban y dan motivo a sus malignos producciones. Si come y bebe, luego se dice como los judíos de Jesucristo: “Hic homo potator vini est”. Si ayuna y vive en la austeridad, luego se dice como del Bautista: “Daemonium habet” Si hace obras prodigiosas, luego se clama: “In beelzebub principe daemoniorum ejaecit daemonia”. Si medita sus resoluciones, si es afligido con adversidades, luego se dice: “El que restituyó la vista, el que sanó a otros, no pudo… Si sois rico os llamarán usurero; si pobre, pródigo y profano; si no rezáis os llamarán indevoto, y si frecuentáis el templo dirán que sois hipócrita. A todas partes alcanza, desde la tierra al cielo, esta turbulenta fiera. El Señor castigó los pecados de la lengua en su pueblo con el terrible azote de serpientes de fuego (Cfr Números 21, 6), que discurriendo de una a otra parte, saltando como centellas o cohetes encendidos, llevaban a todas partes la desolación y el estrago. El pecado de aquel ingrato pueblo había sido la sacrílega murmuración contra el mismo Dios y sus siervos Aarón y Moisés. El verdugo de la lengua inquieta y detractora debía ser una serpiente venenosa que nada perdonase y todo lo llevase a sangre y fuego.

Daña al que murmura, al que oye y al que es ofendido

Y advirtió bien el padre san Bernardo que “no hay entre los insectos venenosos ponzoña comparable a la de la lengua”. Aquellos ofenden solamente al que hieren con su fatal diente, pero el veneno de la lengua daña a un mismo tiempo al que murmura, al objeto de la detracción y al que la oye. Lazo fatal que prende al ofendido y al verdugo mismo, y aún a los desgraciados testigos de la criminal injusticia. “Muchos, dice san Juan Crisóstomo, fueron tristes víctimas de la espada, pero son muchos más los que lo han sido de la lengua”. Ponderada ha sido en las sagradas letras la fuerza de David, que siendo un hombre tan blando y débil como un pequeño gusanillo, con un solo ímpetu quitó la vida a ochocientos hombres. Mayor es todavía la fuerza de la lengua que hiere y mata de un solo golpe a innumerable multitud de objetos y de personas.

Daño del prójimo

Me diréis acaso: ¿Es posible que una cosa tan ligera y de poco momento cause tan horribles y ruidosos estragos? ¡Ah! ligera cosa es la palabra; pero sus heridas son gravísimas. Pasa en un momento, pero en él abrasa y consume distintos objetos. Su facilidad y ligereza misma es un motivo poderoso para que ofenda más fácilmente la primera de las virtudes. Uno pequeña mosca corrompe una gran cantidad de bálsamo precioso y delicado, y un poco de humo que se desvanece al ligero impulso de un soplo, afea y ennegrece una bella pintura. ¡Oh cuántos vasos de delicado bálsamo vemos corrompidos por esta mosca despreciable; cuántas bellas imágenes fueron afeadas por este humo infernal.

De sí mismo

Se matan a sí mismos los detractores, y sus palabras son espadas crueles que despedazan su propio corazón cumpliéndose lo que dijo el profeta: “Gladius eorum intret in corda ipsorum”. Por ventura, dice san Bernardo, ¿no pierden, los injustos detractores, la vida de la gracia; no se hacen objeto de horror delante del Señor? El que guarda su boca tiene guardada su alma; pero el que es inconsiderado en las palabras, la llena de males. Con la palabra injuriosa contra vuestro hermano, dais una puñalada mortal a vuestro corazón. Este no puede vivir sin el amor de Dios, y este amor no puede conservarse sin la caridad del prójimo.

Del que oye la detracción

Ofende finalmente a los testigos de la injusta detracción. La misma caridad del prójimo nos obliga a no mirar con indolencia sus ofensas. No sólo merece castigo el que comete el delito, sino también el que lo presencia y consiente. ¿Quién vería con tranquilidad el robo, el daño corporal y la muerte de su hermano? Y si así lo viese, ¿quién no le tendría por un malvado? Se lamentaba el profeta Isaías de las manchas de sus labios, no por haber hablado, sino por haber guardado un importuno silencio: “Habité en medio de un pueblo lleno de iniquidad y manchas en sus labios, y no pudo menos de haberme inficionado su contagio”. Mi conciencia me arguye de no haberme levantado contra ellos en defensa de la honra de mi prójimo. “No te excuses, escribía san Jerónimo al monje Rústico, diciéndome yo no murmuro: ¿cómo me he de oponer a las detracciones de otros? ¡Vanas excusas para honestar vuestros pecados! Pero no os engañéis, Dios no puede ser engañado. No puedes impedir que el otro hable, pero ¿quién te impide que te opongas a su furor, que vuelvas hacia él un rostro de hierro y fuego, que desvanezca su malignidad? El viento aquilón disipa las nubes, y el semblante triste la lengua de los detractores. Muéstrate duro como una peña, que, rebatiendo el golpe de la lengua enemiga, convierta contra él sus palabras y le obligue, a pesar suyo, a guardar silencio.

Igual castigo merece el que oye, que el que murmura

Si así no lo hicieses, incurrirás justamente en la indignación divina que te castigará con la misma pena debida al horrible delito de la murmuración. “No te mezcles con los detractores, se dice en los Proverbios, porque repentinamente vendrá su perdición, ¿y quién sabe cuál será su ruina y la tuya? “No te engañes, decía el mismo padre a Nepociano, el murmurador no habla con gusto al que resiste a sus palabras: si le muestras benigno semblante, tú eres tan culpable como él, y mereces la misma pena. Se lamentaba el padre san Bernardo de la desgraciada suerte de aquellos que malogran el precioso tesoro del tiempo, que Dios les ha concedido para nobles y magníficas empresas, empleándole en vanos y perjudiciales conversaciones. ¡Ah!, desventurada hora la que se dedica a un ejercicio tan pernicioso: Debiendo no perder un solo instante de un tiempo tan estimable, según el consejo del Sabio: “Non te praetereat particula diei bona (Ecco 14, 14); se pierde con tan lastimoso y universal estrago del alma en conversaciones injuriosas contra nuestro hermano. Si ha de ser rigurosa y estrecha la cuenta que hemos de dar al Señor de las palabras ociosas, ¿cuánto más lo será la de las palabras injuriosas? Y será menor el cargo del que ha malogrado el tiempo en oír semejantes conversaciones, que el que se haga al que las ha sustentado. ¿Emplea por ventura éste el tiempo menos perniciosamente que el primero?, ¿contribuye menos a la ofensa y ruina de su prójimo?

Los daños de la lengua son irreparables

Se llama también, lazo malo, el de la lengua, porque la murmuración es un nudo ciego hecho en uno, imperceptible seda que, o no puede deshacerse, o se repara con gran dificultad. Si roba uno la hacienda de su hermano, nudo es este de fácil solución, pues la justicia le abre un camino seguro para reparar su daño. El que ciego por la falaz ilusión de sus pasiones ha dejado correr libremente sus apetitos y no ha perdonado placer con qué lisonjear su carne, nudo es éste más difícil, mas la penitencia, llevada hasta la justa medida del placer, puede reparar sus daños. Pero el que murmuró de su prójimo y ofendió su honra, ha echado un insoluble nudo en seda delicada, jamás se deshará enteramente, ni reparará el daño que ha causado a su hermano. Haced protestaciones en su aborto, publicad vuestro pecado, no perdonéis diligencia para restituirle la joya preciosa que le robasteis; jamás el daño quedará reparado. Ni hablaréis en esta restitución con la libertad que hablasteis en vuestra detracción, ni el que os oye creerá tan fácilmente vuestra retractación como creyó vuestra censura. Y como la mala yerba arrancada, en una parte se reproduce, en otra ya jamás la tierra logra librarse enteramente de su peso, así la fama del prójimo, una vez vulnerada, jamás llega a repararse. Cuando el profeta David lleno de congoja y aflicción por los funestos tiros que dirigía contra su persona la maledicencia de sus enemigos, no encontrando en la tierra remedio alguno para tan grave daño, acudió al cielo en busca de los divinos consuelos; parece que el mismo Dios no encontró remedio a su aflicción: “Libradme, Señor, decía, de los labios malvados y de la lengua engañosa”. Pero él mismo se da la respuesta, en nombre del Señor: ¿Qué consuelo podré yo darte en tu aflicción, quién puede curar los males ocasionados por una lengua engañosa y maldiciente? Ella es una espada, una saeta, un dardo envenenado que no deja parte sana y cuya herida es incurable”.
La mala lengua ha sido significada en la sagrada Escritura en una cadena de hierro, o en una argolla de acero, que hace irreparable la ruina del que una vez aprisiona. “Bienaventurado el que no fue ligado en sus cadenas porque su yugo es yugo de hierro, sus vínculos de acero. La llaga del azote, se dice en otra parte, rompe la carne y muda su color, pero la de la lengua desmenuza los huesos”. Y entre los pozos de iniquidad, en que son sumergidos los mortales por sus pasiones, las ilusiones del mundo, las riquezas, ninguno se señala en las escrituras por más peligroso que éste de la detracción. El que en él cayese, bien puede llorar su triste suerte. En vano se arrojarán en su socorro sogas ni otros auxilios; él perecerá. Así lo dijo la sabiduría: “Guárdate de caer en este pozo, tu caída será incurable y tu libertad perdida para siempre. Haz en tu corazón una fiel medida, en la que sean pesadas, con escrupulosidad, todas tus palabras. No vomites con destemplada importunidad todo lo que piensa tu desordenado corazón. Esta es la propiedad del necio, su corazón está en su lengua, y apenas pensó la iniquidad, cuando luego la publicaron sus palabras. El sabio tiene pues su boca en lo más secreto de su alma, no pronuncia una palabra sin que sea examinada con la atención más escrupulosa”.

Muchas veces se disfraza la murmuración con capa de celo y caridad

Ni podrá jamás excusar la detracción en la presencia del Dios de la justicia, la exterior apariencia de celo y caridad con que muchas veces pretende honestarse entre los hombres. ¡Ah!, ¿cómo el Señor podrá jamás admitir en su presencia la falsedad y el dolo? Muchos, ocultando en su corazón un odio mortal hacia su hermano y un ardiente deseo de desacreditarle, llegan a otro con demostraciones de compasión y de celo. Ciertamente, señor, dicen, me llega al alma lo que veo en N.: entra con frecuencia en una casa de sospecha, comercia injustamente. Vos sois su amigo, os lo digo con vivos deseos de su enmienda. ¡Oh, injusto! ¡Oh, traidor! Con palabras artificiosas ¿pretendes la ruina de tu hermano?, con apariencia de abeja codiciosa que quiere comunicar sus dulces y sabrosas impresiones, ¿eres una desapiadada y cruel avispa que sólo pretende picar, ofender y desgarrar al objeto de su odio? El sonido y eco de vuestras palabras es semejante al de un hombre lleno de verdadera caridad, que con cristiano celo viene a corregir las faltas de su prójimo; pero este eco y sonido de avispa semejante al de la abeja es muy contrario en sus efectos y principios. Vuestra intención es dañada, vuestro corazón no puede ocultarse al que registra y penetra los corazones de los hombres.

Artificios con que se ponderan y aumentan las faltas del prójimo

Cuando los escribas y fariseos quisieron acriminar con Jesucristo la falta que cometían sus discípulos en no lavar sus manos antes de comer, según la costumbre de los judíos; juntaron el consejo de los ancianos, que adornados de las vestiduras pontificales, con paso grave y en apariencias de gran seriedad y misterio, se acercan al Señor y le dicen: “¿Por qué tus discípulos traspasan las tradiciones de nuestros ancianos?” Cada una de estas palabras encerraba grandes ponderaciones del pretendido delito de los discípulos de Jesús. ¿Por qué tus discípulos?, como si dijeran: Estos que han abrazado tu doctrina, que siguen tus máximas, y quieren distinguirse en el concepto del pueblo por la pureza de sus costumbres y fiel observancia de la ley, estos que reprehenden nuestros descuidos y nos arguyen de irreligiosos, estos que deben ser tanto más perfectos cuanto más separados del mundo y de sus errores, traspasan las tradiciones de los antiguos. Se juzgaría al oírles que habían dado al traste con toda la ley y los profetas, y violado las más sagradas y venerables costumbres de la sinagoga. Sin embargo, todo su delito era la omisión de una vana y supersticiosa ceremonia. Pero esta es la costumbre de los malignos detractores y calumniadores de la conducta del prójimo. Ostentan religiosidad y ardiente celo por la observancia de la ley, y se valen de vanas y pomposas exterioridades para acriminar sus defectos, aunque sean leves y tal vez imaginarios. Pero el Señor los recibe con semblante airado, y con otra pregunta los confunde, los avergüenza, los arroja de sí con ignominia. Conocía bien, el sapientísimo Salvador, la de aquellos malvados. Sus deseos se ordenaban a desacreditar la conducta de sus discípulos, y aún su doctrina misma. Sus lenguas eran agudas navajas, llenas de dolo y de malicia. No las movía la caridad, sino la envidia, el odio y la iniquidad.
De este modo usaron los maestros de la ley para preocupar el ánimo de Pilatos contra Jesucristo y obligarle, como dice san León, a que le condenase a muerte. Prenden al Señor y llevan con gran estruendo y aparato, entre multitud de alguaciles y soldados, presiden la comitiva los pontífices y sacerdotes, con las vestiduras de sus dignidades, y entran con gran alboroto y estruendo en el pretorio. Preguntándoles el presidente de qué delitos acusaban al Señor, se dan por ofendidos, diciendo: No vendríamos a comprometer los respetos de nuestra dignidad entregándote este hombre sino estuviéramos ciertos de que es un malhechor. Así ostentan celo, religiosidad y pompa para echar un velo sobre los ojos de Pilatos, y hacerle ver la iniquidad donde verdaderamente no había sino santidad e inocencia. Pues a esta manera en las mordaces conversaciones del mundo se ostentan celo, amor a la virtud y otras señales exteriores de sinceridad, para acriminar los defectos del prójimo y hacer ver los enormes delitos en donde, a lo más, hay una ligera omisión.

El odio a nuestro hermano nos obliga a descubrir sus faltas

Siendo afectos contrarios el odio y el amor, son también opuestos sus efectos. El amor cubre, desvanece y aniquila las faltas, por graves que sean; y el odio las aumenta y pondera. ¿Con qué diligencia oculta la madre las faltas de su hijo?, ¿el amigo las de su amigo?, ¿cuántas excusas se buscan para honestar y desvanecer su delito? La ignorancia, la inadvertencia, la provocación, el peligro imprevisto; todos estos y otros muchos medios que se ofrecen de tropel se aprovechan para cubrir a nuestro amado. José encerrado injustamente en una obscura prisión, cuando anuncia al copero de Faraón que sería restituido a su antigua privanza y dignidad: “Acuérdate de mí, le dice, habla en mi favor al Faraón para que me saque de esta cárcel, porque has de saber que fui arrebatado de la tierra de los hebreos y arrojado a esta prisión, siendo inocente”. Ved aquí, dice san Juan Crisóstomo, la conducta de un hombre cuyas palabras salen de un corazón abrasado en caridad. No revela, ni se da por sentido de la perfidia y traición de sus hermanos, nada dice contra la malvada adúltera, que rompiendo las leyes sagradas de la justicia le calumnió con su marido y fue causa de los malos tratamientos que sufría. Todo lo cubre su caridad; solamente dice: “Haz conmigo misericordia, acuérdate de mí”. Mas quiere padecer en su opinión, tener perdida su libertad y sufrir grandes trabajos que revelar las faltas de su prójimo.
Pero bien al contrario el odio; no solamente publica las verdaderas faltas del prójimo, sino que las aumenta, y aun de ligeras sospechas y leves fundamentos, fabrica torres de iniquidad y de injusticia: “Suscitat rixas”. De esta expresión usa la sagrada Escritura para explicar el poder infinito de las manos de Dios, que de la nada sacaron todas las cosas, para darnos a entender que el odio saca de la nada, o de un polvo apenas perceptible, grandes faltas, encumbradas torres, montes que llegan al cielo para deshonrar a nuestro hermano.

Y aún las supone e inventa

Era José aborrecido de sus hermanos: Les refiere un día, con inocente sencillez, sus sueños misteriosos, y apenas es oído cuando se enfurecen contra él: “¿Quién puede sufrir, dicen, el atrevimiento de este rapaz? Siendo el menor de todos, quiere hacerse nuestro superior; y que nosotros le adoremos”. Luego tratan de quitarle la vida, le arrojan en una cisterna y le venden por esclavo a unos comerciantes. Observemos cuál había sido su pecado: el sueño de un niño, en el que ni tuvo libertad, ni menos culpa alguna. Y a una soñada falta, ¿un castigo tan terrible? Sí: el odio de sus hermanos levantó sobre este sueño, torres de pecado y de indignación.
No había sido otro el delito del santo Mardoqueo, que no inclinar su cabeza al soberbio Aman; pero éste lleno de odio junta sus deudos y amigos, y en tono de declamación y de furor, les dice: Ya sabéis mi grandeza, mis riquezas, mi privanza con el rey y los respetos que se deben a mi persona; pues sabed que ese vil y despreciable Mardoqueo me desprecia, no me quita el sombrero, se mofa de mi autoridad, se desdeña de mirarme. ¡Oh, qué torres de viento levanta sobre tan débil cimiento! Sus privados le oyen y sentencian al inocente, a un bárbaro suplicio: Se levanta una horca de cincuenta codos para castigar tan alta maldad. Los judíos aborrecían a Jesucristo y a sus discípulos: y el odio les hace mirar la ligera falta de no lavar sus manos como una horrible transgresión de la ley de Moisés. Se quejan y censuran, dice san Pedro Crisólogo, no el que no lavasen sus manos según el uso ordinario de aquel tiempo, sino que no las laven a cada momento y con supersticiosas ceremonias. Pero esta supuesta omisión ¿cómo se ensalza, cómo se pondera? Se juntan concilios en Jerusalén se encarga la discusión de este gravísimo negocio, a los doctores y maestros de la ley, no se perdonan gastos ni diligencias, como si amenazase a la ley y a la nación una total ruina. Ordenan una embajada a Jesucristo en la que con artificioso y maligno Intento se le consulte este negocio. Por qué, dicen, tus discípulos… ¡Oh injustos! El odio abulta a vuestra vista lo que es nada, y hace pomposas y ponderativas vuestras palabras.

Nuestra malicia nos hace juzgar mal de nuestro prójimo

Nuestra mala intención, nuestra malicia, hace también dignas de calumnia y censura mordaz hasta las mismas acciones santas de nuestros hermanos. Convierte el bien en mal, hace asechanzas a la virtud y denigra el honor del escogido. Llora Jesucristo a un energúmeno de la funesta opresión de tan cruel tirano, y luego dicen sus enemigos: “In beelzebub principe daemoniorum ejicit daemonia”. ¿Qué obra más a propósito para atraer su veneración hacia un generoso bienhechor que así curaba sus dolencias?, ¿qué acción más santa? Sin embargo, de ella toma la malicia de sus enemigos ocasión para llamarle endemoniado. De aquí, debemos inferir la gravedad y el cuidado con que se han de medir nuestros juicios acerca de la conducta y mérito del prójimo. Juzgados y condenados serán los que juzgasen y condenasen precipitadamente a su hermano. En casos dudosos, inclinaos siempre, dice san Agustín, a la parte que le sea más honrosa y favorable. En la acción que ofrece toda la exterior apariencia de iniquidad, puede ocultarse una intención pura, un motivo poderoso que excuse legítimamente su pecado. Si el Apóstol no osaba formar juicio de sí mismo, ¿quién osará formarlo de su hermano sin insolente temeridad? Pero es tan atrevida la malicia del corazón humano que no solamente juzga, censura y decanta las acciones equívocas; sino que aun extiende su ponzoña sobre las más inocentes y sencillas. ¡Maldita tierra que concibiendo buena semilla, produce frutos venenosos y pestíferos; tierra maldita semejante a la que del huevo de una inocente avecilla produce un basilisco! Que se recoja en vuestro pecho una mala acción que se escapó a vuestro hermano y que repasada en él produzca un juicio feo e injurioso, señal es de que se ha extinguido en vuestro pecho el fuego de la caridad cristiana; pero al fin el juicio es parecido a la obra y tiene en ella fundamento. Mas, que veáis una acción santa y que el calor de vuestra dañada voluntad saque de ella un áspid venenoso, un juicio feo e inhumano, éste es el mayor extremo de iniquidad y de malicia que se manifestó de un modo horrible y detestable a todos los siglos en los judíos contra Jesucristo. De sus santísimas obras tomaron motivo para calumniarle y perseguirle, y las que debieran haber abierto sus ojos e inflamado su corazón para conocerle y amarle, obstinaron su voluntad, cegaron su entendimiento y llevaron el odio y la venganza hasta el extremo más sacrílego.


Fuente: "Discursos Predicables", Msr. Gerónimo Bautista de Lanuza OP, 1803

San Román, abad (28 de febrero)


San Román, abad
(† 460.)

El glorioso san Román fue natural del condado de Borgoña; y hallándose bien enseñado en la ciencia de los santos por el abad de León llamado Sabino, se retiró a un desierto del monte Jura, que separa el Franco Condado del país de los suizos. Allí encontró un chopo de enorme corpulencia cuyas ramas extendidas y entretejidas formaban un techo que le defendían así de la lluvia como de los rayos del sol: Y no lejos del árbol brotaba una fuente de agua cristalina, rodeada de zarzas llenas de unas como acerolas silvestres. Allí vivió muchos años el santo como ángel en carne humana, y allí le visitó su hermano Lupicino, guiado por soberana inspiración, que le movió a dar también de mano al siglo, y gozar de las espirituales delicias que halló su hermano en aquella soledad. Comenzaron luego a concurrir a aquel yermo aldeanos y ciudadanos, unos por sólo venerar a los santos hermanos, y otros para hacerse sus discípulos: Y tantos fueron estos últimos, que en breves años se labraron varios monasterios así de hombres como de mujeres, cuya santidad era celebrada en todo el reino de Francia. Entre otra maravillas que hizo el Señor por mano de san Román, una fue que yendo un día el santo a visitar a sus hermanos los monjes, le cogió la noche sin hallar otro albergue que el pobre hospicio donde se curaban los leprosos, que a la sazón eran nueve. Luego que los vio, hizo calentar un poco de agua, les lavó los pies, y aquella noche se acostó en medio de ellos. Acostados todos diez, los nueve leprosos se durmieron, velando sólo Román y rezando a Dios salmos e himnos de alabanzas. Tocó luego un lado de uno de los leprosos y al instante sanó y se vio libre de lepra. Tocó a otro, y al instante también sanó. Despertaron los dos, y hallándose así milagrosamente limpios, cada uno tocó a su compañero que más cera le estaba para despertarle, y que despierto rogase a Román le sanase como a ellos. ¡Pero oh bondad de nuestro gran Dios! ¡Oh poder grande de la virtud de su siervo Román! Al despertar, todos se hallaron tan sanos y buenos como si en su vida no hubiesen tenido lepra, ni otro mal alguno.  Finalmente, después de haber poblado san Román de santos aquellos desiertos, a los sesenta años de su edad, lleno ya de méritos y virtudes, entregó su purísima alma al Señor, con gran sentimiento de sus discípulos que le amaban como a padre y le veneraban como a santo abad y espejo de perfección.


Reflexión:

Muy regalados de Dios eran san Román y sus monjes, y era tal la abundancia de dulzura interior, que apenas sentían la aspereza de aquellos desiertos. Pero si tú cuando estás orando, u oyendo Misa, o leyendo algún libro santo, no experimentas aquel sabroso afecto de devoción, no dejes por eso lo que hubieres comenzado. Forma un santo deseo de agradar a Dios, y ofrécele en alabanza eterna esa esterilidad y trabajo. Porque así no menos agradable le será esa esterilidad que padeces, que una gran abundancia de suavidad, y por ventura más. La devoción racional es más cierta y agradable a Dios que la sensible cuando uno aborrece el pecado y lo abomina y sirve a Dios con una voluntad determinada y desinteresada, y las cosas en que sabe que ha de agradar a Dios, las abraza con buen ánimo y las pone por obra. Si tienes esta devoción, no perderás nada de tu trabajo, aunque te falte la otra.


Oración:

Te suplicamos, Señor, que por la intercesión del bienaventurado abad san Román hallemos gracia delante de tu Majestad para conseguir por sus oraciones lo que no podemos alcanzar por nuestros merecimientos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.


Fuente: Flos Sanctorum, P. Francisco de Paula Morell, 1890

sábado, 27 de febrero de 2016

San Leandro, arzobispo de Sevilla (27 de febrero)



San Leandro, arzobispo de Sevilla

(† 603.)

El gloriosísimo apóstol de los godos san Leandro, fue hijo de Severiano, hombre principal y de gran linaje en Cartagena. Tuvo por hermanos a san Fulgencio, obispo de Écija, a san Isidoro, que le sucedió en la iglesia de Sevilla, y a santa Florentina, abadesa y maestra de mucha santas vírgenes dedicadas al Señor. Dando libelo de repudio al mundo, tomó el hábito de san Benito, y resplandeció tanto por su santa vida y doctrina, que por común consentimiento de todos fue elegido para la cátedra arzobispal de Sevilla. Reinaba a la sazón Leovigildo, rey godo y hereje arriano y enemigo de los católico; y como su hijo Hermenegildo hubiese abrazado muy de corazón la verdadera fe, hubo entre el padre y el hijo muchos y muy grandes disgustos y contiendas por causa de la religión, y vino el negocio a tanto rompimiento, que el reino se dividió en dos bandos, de católicos y herejes. Mas cayó  el hijo y príncipe Hermenegildo en manos de su padre; el cual le encarceló y cargó de duras prisiones y finalmente le hizo matar, por no haber querido comulgar por mano de un obispo arriano, que el padre le había enviado a la cárcel el día de Pascua. Desterró luego de España a los obispos católicos, principalmente a san Leandro y a san Fulgencio su hermano, se apoderó de los bienes de las iglesias y dio muerte a muchos católicos. Ma cuando la tempestad estaba más brava y furiosa, comenzó el rey a reconocer su gran pecado, para lo cual le ayudaron algunos milagros que obró el Señor en el sepulcro de su hijo mártir, y una enfermedad de la cual falleció, encomendando a Recaredo, su hijo, que tuviese en lugar de padres a san Leandro y a san Fulgencio. Así, pues, Recaredo después de la muerte de su padre, por consejo de san Leandro hizo juntar un concilio nacional, que fue el tercero Toledano, en el cual se halló san Leandro, y aún presidió en él (como dice san Isidoro su hermano). Se celebró este concilio con gran paz y conformidad, y el rey se mostró piadosísimo y celosísimo de la fe católica, la cual abrazaron universalmente todos los godos, y san Leandro hizo una docta y elegante oración, alabando a nuestro Señor por las mercedes que había hecho, alabando a nuestro Señor por las mercedes que había hecho aquel día a toda la nación y reino de España, y a toda la Iglesia católica. Finalmente, volviendo san Leandro a su iglesia de Sevilla, y gobernándola como Santísimo prelado, pasó de esta vida mortal a la edad de ochenta años para recibir de la mano del Señor la corona de sus grandes merecimientos.

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Reflexión:

La unidad de la fe católica, fue el mayor beneficio que recibió España de la bondad de Dios por medio del glorioso san Leandro; y la pérdida de esta unidad ha sido el mayor azote que podía venir sobre nuestra desventurada patria. Cuando España era católica, y más católica que todas las demás naciones, floreció tanto en las virtudes, en las armas, en las artes y en las ciencias, que llegó a ser la primera y más poderosa nación del mundo. ¿Y qué hemos sacado de abrir las puertas a las herejías e impiedades de los extranjeros? La pérdida de la fe, de la honra, del poder, de la riqueza, de la paz, en una palabra la ruina del cuerpo y del alma. Estos son los frutos del liberalismo infernal en España; y el mayor de todos sus males es la ceguedad en que se halla para no ver que todos estos azotes son justos castigos por su prevaricación.

Oración:

¡Oh Dios! que desterraste de España la pravedad arriana por la doctrina de tu santo confesor y pontífice Leandro, te rogamos por sus méritos y oraciones, que concedas a tu pueblo que se conserve siempre libre de toda plaga de errores y vicios. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.


Fuente: Flos Sanctorum, P. Francisco de Paula Morell, 1890

viernes, 26 de febrero de 2016

San Porfirio, obispo (26 de febrero)



San Porfirio, obispo.

(† 420.)


Nació el glorioso san Porfirio en Tesalónica, de familia muy ilustre y opulenta, y habiéndole educado sus cristianos padres en el santo temor de Dios, y en las letras humanas y divinas, a la edad de veinticinco años se retiró a Egipto, donde se consagró enteramente al servicio de Dios abrazando la vida religiosa en el famoso monasterio de Sceté. Perseveró allí cinco años ejercitándose en la humildad y en la penitencia. Visitó después con gran devoción los santos lugares de Jerusalén, y en una maravillosa visión que tuvo en el monte Calvario, cobró sobrenaturales fuerzas para adelantarse en el camino de la cruz de Cristo, que vio muy gloriosa y resplandeciente. Repartiendo después sus bienes a los pobres, puso su asiento en una gruta de las riberas del Jordán, donde aprendió el oficio de curtidor para ganarse el sustento necesario. Pero llegando la fama de sus grandes virtudes al patriarca de Jerusalén, le sacó de su vivienda, y le mandó que se ordenase de sacerdote para que su doctrina y virtud resplandeciesen con mayor brillo en la Iglesia de Dios. Por este tiempo quedó vacante la Silla de Gaza, y todos pusieron los ojos en el santo sacerdote Porfirio, el cual aceptó aquella dignidad con muchas lágrimas, mas con grandísimo fruto y acrecentamiento del rebaño de Jesucristo. Porque con la divina fuerza de su predicación redujo muchos infieles a la santa fe, reprimió a los herejes Maniqueos, y destruyó las reliquias de la idolatría que aun habían quedado en su diócesis. Era varón de Dios, poderoso en obras y palabras y lleno del espíritu del Señor. A su voz caían por tierra los ídolos de los falsos dioses, los enfermos recobraban la salud, y no parece sino que todos los elementos se mostraban sumisos y rendidos al imperio de su voluntad. Finalmente, después de una vida llena de virtudes y maravillas, llegando el santísimo prelado a la edad de sesenta y siete años, muy quebrantado por sus penitencias y consumido por el ardor de su celo, descansó en la paz del Señor, con la singular consolación de dejar su ciudad y diócesis no sólo limpias de toda la pestilencia de las herejías que las contaminaban, mas también purificadas de los vicios de los paganos y hermoseadas con el resplandor de las cristianas virtudes.



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Reflexión:


Mucho hizo y trabajó el santo obispo Porfirio en su diócesis para limpiarla de la herejía, y de los vicios y errores de la gentilidad; pero al fin de su vida pudo ofrecer a Jesucristo una Iglesia pura, hermosa y sin mancha. Imiten este celo cuantos tienen obligación de guiar a otros por el camino de la virtud y especialmente los padres y cabezas de familias cristianas. Sí, padres de familias: Vosotros sois constituidos por Dios como obispos y prelados de vuestra casa: Y esa casa y familia que gobernáis es vuestra iglesia y vuestro sagrado rebaño. Velad, pues, con toda solicitud sobre ella, y no permitáis que la inficionen ni los errores de la impiedad, ni los vicios del libertinaje que pervierten y estragan a tantas familias. ¿Cómo podrías morir tranquilamente dejando una familia de hijos incrédulos, renegados y perdidos, que serían vuestros verdugos por toda la eternidad? Criadlos, pues, en santo temor de Dios, inspiradles el amor a las virtudes cristianas con vuestras palabras y ejemplos, y así moriréis en paz y tendréis la dicha de recobrarlos en el cielo, y gozar para siempre de su dulce compañía en aquella eterna bienaventuranza.





Oración:


Te rogamos, Señor, que te dignes oír las súplicas que te hacemos en la solemnidad de tu confesor y pontífice Porfirio, para que por los méritos e intercesión de este santo que tan dignamente te sirvió, nos absuelvas de todos nuestros pecados. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.



Fuente: Flos Sanctorum, P. Francisco de Paula Morell, 1890

jueves, 25 de febrero de 2016

San Tarasio, Obispo de Constantinopla (25 de febrero)


San Tarasio, Obispo de Constantinopla
(+806.)

Nació el santísimo obispo Tarasio en la ciudad de Constantinopla de padres tan ilustres por su nobleza como por su religión y piedad. Criaron al niño con gran cuidado y entre otros buenos consejos que le daba la madre, no cesaba de avisarle que huyese de toda mala compañía. Por esta causa cuando, terminados sus estudios, resplandeció a los ojos de todos por sus virtudes y talentos, se vio ensalzado hasta la dignidad de cónsul y de primer consejero del reino, en el imperio de Constantino y de la emperatriz Irene su madre, no se desvaneció con el falso brillo de la gloria del mundo, ni los atractivos de la corte menoscabaron un punto la entereza de su inocencia y de sus laudables costumbres: y así por una maravillosa disposición del cielo, a la cual no pudo resistirse el santo, pasó del palacio del emperador a la cátedra patriarcal de Constantinopla, siendo consagrado obispo el día de la Natividad del Señor, para nacer de nuevo y comenzar desde aquel día una nueva vida. Sacó de su palacio todas la alhajas y muebles preciosos; se acostaba el último y se levantaba el primero, y se mostraba padre de todos, siendo los pobres sus hijos más amados y favorecidos. Pero a los herejes siempre los aborreció y los persiguió como a enemigos de Dios y de la verdad divina, y empleó todas sus fuerzas para domar la sacrílega osadía de los iconoclastas que destruían con supersticioso furor las santas imágenes. A instancias del santo se congregó el séptimo concilio general, al cual asistió, ocupando en él el primer lugar después de los legados del Papa, y cuando el emperador Constantino V repudió a la emperatriz María su mujer para casarse secretamente con su concubina Teodora, el santo patriarca condenó aquel abominable matrimonio, e hizo todo lo que pudo para deshacer aquel escándalo. Finalmente, después de haber llevado con admirable fortaleza las increíbles persecusiones que padeció por querer remediar tan gran mal, descansó en la paz del Señor y fue a recibir del Rey del cielo la recompensa de sus virtudes que le negaron los príncipes de la tierra. El adúltero monarca, cuya liviandad había causado al santo tan amarga aflicción, y a todos sus pueblos tan gran escándalo, acabó su torpe vida con muerte desastrada en que se echó de ver la poderosa mano del Señor que justamente le hería y tomaba venganza de aquella iniquidad.

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Reflexión:

El que imagina que en esta vida ha de ser recompensada la virtud y castigada la maldad como merece, se equivoca torpemente. Porque, fuera de algunos casos en que nuestro Señor hace resplandecer en este mundo su justicia soberana, ni los buenos ni los malos llevan acá su merecido. Si cuando pecamos sintiésemos al punto el azote de Dios, y cuando obramos el bien tuviésemos luego a los ojos el premio, le serviríamos como esclavos, como niños y como bestias, sólo por el temor del azote y por la golosina de la recompensa. No quiere eso nuestro Señor: quiere que le sirvamos con toda libertad, que le amemos como hijos, aun sin temor del castigo ni esperanza del premio: y suficiente conocimiento ha dado a los hombres para comprender que no faltará después la recompensa o castigo, conforme a sus obras y conforme a la soberana justicia de Dios.


Oración:

¡Oh Dios omnipotente! Concédenos que la venerable solemnidad de tu bienaventurado confesor y pontífice Tarasio, acreciente en nosotros el espíritu de la devoción, y la gracia de nuestra eterna salud. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén




Fuente: Flos Sanctorum, P. Francisco de Paula Morell, 1890

miércoles, 24 de febrero de 2016

San Matías Apóstol (24 de febrero)



San Matías Apóstol (24 de febrero)

San Matías, que fue elegido en lugar del traidor Judas, fue de la tribu de Judá, y nació en Belén, de familia ilustre, no menos dis­tinguida por su calidad y por su riqueza que por el celo que profe­saba a la religión de Moisés.

Lo criaron sus padres con gran cuidado, instruyéndole en las bue­nas costumbres y en la ciencia de las Escrituras y de la religión. La inocencia de vida con que pasó la juventud fue una bella disposición para que se aplicase a oír la doctrina de Cristo, luego que se comenzó a manifestar después de su sagrado bautismo. Tuvo la dicha de se­guirle en compañía de los Apóstoles desde el principio de su predi­cación hasta su gloriosa ascensión a los Cielos, y fue uno de los se­tenta y dos discípulos.


Judas Iscariote, uno de los doce apóstoles que Jesucristo con particular amor había escogido para favorecidos y confidentes suyos, hizo traición a su Maestro, y con torpísima ingratitud le vendió a sus enemigos. De apóstol pasó a ser apóstata; y añadiendo la desesperación a la perfi­dia, él mismo vengó su delito, y acabó su desdichada vida con muerte horrible y vergonzosa.

Habiendo resucitado Cristo, quiso dar pruebas sensibles de la ver­dad de su resurrección por espacio de cuarenta días, y también ins­truir todavía más particularmente a sus Apóstoles y a sus amados discípulos. Se les aparecía de cuando en cuando; conversaba familiar­mente con ellos, y con maravillosa bondad les explicaba los miste­rios más secretos de la religión, descubriéndoles todo el plan y toda la economía de la Santa Iglesia.

Hacía siempre delante de ellos algún milagro, para que advirtie­sen que no se había disminuido con la muerte su poder. No eran con­tinuas ni muy frecuentes sus apariciones, y aun algunas veces de­jaba pasar muchos días sin manifestarse, para irlos poco a poco desacostumbrando y que se hiciesen a vivir sin el consuelo de su pre­sencia corporal.

En todas estas visitas los instruía en lo que debían hacer para cum­plir con las obligaciones de los cargos y empleos a que los destinaba en su Iglesia. En particular les enseñaba el modo de administrar los Sacramentos, de gobernar a los pueblos y de portarse entre sí unos con otros. Les declaraba una multitud de cosas, que en otras ocasio­nes no había hecho más que apuntar, reservando su individual y clara explicación para aquel tiempo.

En fin, estando ya para volverse a su Eterno Padre, entre otras muchas instrucciones les mandó que, después de su Ascensión a los Cielos, ellos se retirasen juntos a Jerusalén, sin salir de allí hasta nueva orden, y que esperasen el cumplimiento de la promesa que el mismo Padre Eterno les había hecho por su boca de que les comunicaría el mayor don de todos los dones, enviándoles al Espíritu Santo.

Luego que el Salvador subió a los Cielos desde el monte de las Olivas en presencia de todos ellos, los Apóstoles se volvieron a Jerusalén con la Santísima Virgen, y se encerraron todos en la casa que habían escogi­do para su retiro. Quedó santifica­da la casa con las continuas oraciones que hacían todos con un mismo espí­ritu, estando al fren­te de aquella apos­tólica congregación María Madre de Je­sús, con algunos parientes cercanos su­yos, que, según la costumbre de los ju­díos, se llamaban hermanos; aña­diéndose también algunas devotas mujeres que ordi­nariamente acompañaban a la Vir­gen. La pieza más respetable y aún más santa de aque­lla dichosa casa era el cenáculo, que fue la primera Iglesia de la Religión cristiana. Vueltos, pues, del monte Olívete, subieron todos al Cenáculo, por ser el lugar donde celebraban sus juntas, y en una de ellas resolvieron llenar la plaza vacante en el Colegio Apostólico por la apostasía y funesta muerte del infelicísimo Judas Iscariote.

Aún no habían recibido visiblemente al Espíritu Santo; pero Pedro, como Príncipe de los Apóstoles, Vicario de Jesucristo y visible Cabeza de su Iglesia, obraba ya inspirado del mismo Espíritu Divino; y cómo a quien tocaba regir todas las cosas, y dar providencia en todo, se levantó en medio de los discípulos, en número de casi ciento y veinte, que ya tenían la costumbre de llamarse hermanos entre sí, por la es­trechísima y santísima unión de la caridad fraternal que los enla­zaba , y les habló de esta manera:

"Venerables varones y hermanos míos: ya llegó el tiempo de cum­plirse el oráculo que el Espíritu Santo pronunció en la Escritura por boca del Profeta Rey, tocante a Judas, que vendió a su Maestro y nuestro, y no tuvo vergüenza de servir de guía a los que le prendie­ron, y le quitaron la vida como a un malhechor. Bien sabéis que era apóstol como nosotros, llamado a las mismas funciones que nosotros; pero, con todo eso, pereció miserable y desgraciadamente. No ignoráis que después de los hurtos y de los sacrilegios que cometió en la admi­nistración de su oficio, y después de su infame traición, se ahorcó desesperado; que, cayendo en tierra boca abajo el infeliz cadáver, re­ventó por medio, arrojando las entrañas; que de esta manera entre­gó su alma al demonio, abandonando el campo que se había compra­do con el dinero que se dio por precio de su delito, después que él mismo había restituido desesperadamente este dinero. Toda Jerusalén fue testigo de este suceso, habiéndose hecho tan público que, para conservar la memoria, se dio al campo el nombre de Haceldama, que en hebreo significa tierra de homicidio y campo de sangre. Esta es aquella tierra maldita, aquella heredad de los malos que desea Da­vid se convierta en triste destierro, de manera que ninguno habite ni la cultive, y que su poseedor, maldito de Dios y de los hombres, pier­da el obispado y deje su lugar a otro. Lo perdió Judas, y es menester no tardar en colocar en él un sucesor de conocido mérito, que sea tan capaz de esta dignidad como Judas era indigno; porque el Señor quiere que esté completo el número de sus Apóstoles, y que haya en la Iglesia doce príncipes del pueblo, como ha habido hasta aquí doce cabezas en las doce tribus de Israel.

Para ejecutar, pues, cuanto antes la voluntad del Señor, es nece­sario elegir, entre los que estamos presentes, uno que, juntamente con nosotros, pueda dar testimonio cierto de la resurrección de Jesús, y que, para ser mejor creído, sea uno de los que siempre le acompañaron en sus viajes, desde que fue bautizado por Juan hasta el día en que nos dejó para subir al Cielo, que hubiese oído sus instruccio­nes, y que hubiese sido testigo de sus milagros."

Se deliberó en la junta sobre quién había de ser el elegido; y, ha­biendo hecho oración a Dios, pasaron todos a votar. Se repartieron los votos entre dos, ambos sujetos muy recomendables entre los dis­cípulos: el primero era José, llamado Bársabas, que por su particu­lar virtud había merecido el nombre de Justo; el segundo era Matías ; pero no habiendo más que una silla vacante, y no sabiendo a cuál de los dos habían de preferir, porque ambos eran muy dignos y muy beneméritos, volvieron a orar con nuevo fervor, haciendo a Dios esta oración: Vos, Señor, que conocéis, los corazones de los hom­bres, dadnos a entender a cuál de estos dos habéis elegido para que entre en lugar del traidor Judas, sucediéndole en el ministerio y en el apostolado, de que él abusó para irse al infierno que merecía.

Oyó el Señor benignamente la oración de los fieles y, según la cos­tumbre de los judíos, se echaron suertes entre los dos concurrentes, poniéndoles delante una caja o un vaso cubierto con su tapa, donde estaban las cédulas, y la mano invisible de Dios condujo la suerte de manera que cayó sobre Matías y, agregado a los otros once após­toles, completó con ellos el número de doce.

Llevado ya a la dignidad del apóstol, recibió con ellos la plenitud del Espíritu Santo en el día de Pentecostés; y como era ya tan esti­mado de toda la nación, así por la integridad de sus costumbres como por la nobleza de su sangre, hizo maravilloso fruto con los celestiales dones que había recibido, convirtiendo a la fe gran número de judíos, y haciendo muchos milagros.

En el repartimiento del mundo, que hicieron los Apóstoles para conducir la luz de la fe y del Evangelio a todas las naciones, tocó a San Matías el reino de Judea. El abrasado celo que desde luego mostró por la conversión de sus mismos nacionales le obligó a padecer muchos trabajos, y a exponerse a grandes peligros y sufrir gran­des persecuciones y, finalmente, a coronar su santa vida con un glo­rioso martirio.

Corrió casi todas las provincias de Judea anunciando a Jesucristo, confundiendo a los enemigos de la fe y haciendo en todas partes con­versiones y conquistas. Dice San Clemente Alejandrino ser constante tradición que San Matías fue con particularidad gran predicador de la penitencia, la que enseñaba no menos con el ejemplo de su pe­nitentísima vida que con los discursos que había aprendido de su divino Maestro. Decía que era menester mortificarse incesantemente, combatir contra la carne, tratarse con rigor, hacerse eterna violen­cia, reprimiendo los desordenados deseos de la sensualidad, llevan­do a cuestas la cruz y arreglando la vida por las máximas del Evan­gelio. Añadía que esta mortificación exterior, aunque tan necesaria, no basta si no está acompañada de una fe viva, de una esperanza superior a toda duda y de una caridad ardiente. Concluía qué nin­guna persona, de cualquier edad o condición que fuese, estaba dis­pensada de esta ley, y que no había otra teología moral. Hizo San Matías gran fruto en toda Judea, teatro de sus trabajos, espacioso campo de su glorioso apostolado.

Muchos años había que este gran apóstol no respiraba más que la gloria de Jesucristo y la salvación de su nación, corriendo por toda ella, predicando con valor y con asombroso celo, confundiendo a los judíos y demostrándoles con testimonios irrefragables de la Sagrada Escritura que Jesucristo, a quien ellos habían crucificado y había resucitado al tercero día, era el Mesías prometido, Hijo de Dios, y en todo igual a su Padre.

No pudiendo sufrir los jefes del pueblo judaico verse tantas veces confundidos, irritados también, por otra parte, de la multitud de conversiones que hacía y de los milagros que obraba, resolvieron acabar con él. Refiere el Libro de los condenados, esto es, el libro donde se tomaba la razón de todos los que habían sido ajusticiados en Judea desde la resurrección del Señor, por haber violado la ley de Moisés, como San Esteban, los dos Santiagos y San Matías; re­fiere dicho libro que nuestro Santo fue preso por orden del pontífice Ananías y que habiendo confesado a Jesucristo en concilio pleno, demostrando su divinidad, y convenciendo que había sido Redentor del género humano con lugares claros de la Escritura y con hechos innegables a que no tuvieron qué responder, fue declarado enemigo de la Ley, y como tal sentenciado a ser apedreado. Llegado el Santo al lugar del suplicio, se hincó de rodillas y, levantando los ojos y las manos al Cielo, dio gracias al Señor por la merced que le hacía en morir por defender su santa religión; hizo oración por todos los presentes y por toda su nación, la que, concluida, fue cubierto de una espesa lluvia de piedras. Añade el mismo libro que no pudiendo sufrir este género de suplicio los romanos que gobernaban la pro­vincia contuvieron el furor de los que le apedreaban, y hallando al Santo medio muerto, por despenarle, acabándole de matar le cor­taron la cabeza. Sucedió el martirio de San Matías el día 24 de fe­brero, aunque no se sabe precisamente en qué año.

San Matías Apóstol mártir

Su sagrado cuerpo, según la más constante tradición, de la que no tenemos motivo sólido, o por lo menos convincente, para separar­nos, fue traído a Roma por Santa Elena, madre de Constantino, y hasta hoy se venera en la iglesia de Santa María la Mayor, la más considerable parte de sus preciosas reliquias. Se asegura que la otra parte de ellas se la dio la misma santa emperatriz a San Agricio, arzobispo de Tréveris, quien las colocó en la iglesia que hasta hoy tiene la advocación de San Matías.

Leer más en la Fuente direta, pinchando en: vaticanocatolico.com

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