martes, 17 de noviembre de 2009

El Cristianismo muestra la invalidez del judaísmo




El Señor por medio de todos sus profetas ha puesto de manifiesto que no tiene necesidad ni de sacrificios ni de holocaustos ni de ofrendas, diciendo en cierta ocasión: «¿Qué se me da a mí de la multitud de vuestros sacrificios? —dice el Señor—. Estoy harto de holocaustos, y no quiero la grasa de vuestros corderos ni la sangre de vuestros toros y machos cabríos... No soporto vuestros novilunios y vuestros sábados» (Is 1, 11ss). El Señor invalidó todo esto a fin de que la nueva ley de nuestro Señor Jesucristo, que no está sometida al yugo de la necesidad, tuviera una ofrenda no hecha por mano de hombre. Dioe, en efecto, en otro lugar: «¿Acaso fui yo el que mandé a vuestros padres cuando salían de la tierra de Egipto que me ofrecieran holocaustos y sacrificios? Más bien lo que les mandé fue que ninguno guardara en su corazón rencor maligno contra su prójimo y que no fuerais amantes del perjurio» (cf. Jer 7, 22; Zac 8, 17; 7, 10). No hemos de ser, pues, insensatos, sino comprender la sentencia de bondad de nuestro Padre, que nos habla manifestando que no quiere que nosotros, extraviados como aquellos, busquemos todavía cómo acercarnos a él... En otra ocasión les dice a este respecto: «¿Para qué me ayunáis—dice el Señor—de modo que en este día sólo se oye la gritería de vuestras voces? No es este el ayuno que yo prefiero, dice el Señor, no es la humillación del alma del hombre. Ni aun cuando doblarais vuestro cuello como un aro, os vistierais de saco y os revolcarais en la ceniza, ni aun así penséis que vuestro ayuno es aceptable» (Is 58, 4-5). A nosotros empero nos dice: «He aquí el ayuno que yo prefiero—dice el Señor—: Desata toda atadura de iniquidad, disolved las cuerdas de los contratos por la fuerza, deja a los oprimidos en libertad y rompe toda escritura injusta. Comparte tu pan con el hambriento, y si ves a uno desnudo, vístele. Acoge en tu casa a los sin techo, y si ves a uno humillado no le desprecies, siendo de tu propio linaje y de tu propia sangre... Entonces clamarás, y Dios te oirá, y cuando la palabra está todavía en tu boca te dirá: Aquí estoy, con tal de que arrojes de ti la atadura, y la mano levantada, y la palabra de murmuración. y des con toda tu alma el pan al hambriento y tengas compasión del alma humillada» (Is 58, 6-10). Hermanos, viendo de antemano el Señor magnánimo que su pueblo, que él se había preparado en su Amado, había de creer con sencillez, nos manifestó por anticipado todas estas cosas, para que no fuéramos a estrellarnos, como prosélitos, en la ley de aquellos 3.
...No os asemejéis a ciertos hombres que no hacen sino amontonar pecados, diciéndoos que la alianza es tanto de ellos como vuestra. Porque es nuestra, pero aquellos, después de haberla recibido de Moisés, la perdieron absolutamente... Volviéndose a los ídolos la destruyeron, pues dice el Señor: «Moisés, Moisés, baja a toda prisa, porque mi pueblo, a quien saqué yo de Egipto, ha prevaricado» (cf. ÉX 32, 7; 3, 4; Dt 9, 12). Y cuando Moisés lo comprobó, arrojó de sus manos las dos tablas, y se rompió su alianza, para que la de su amado Jesucristo fuera sellada en nuestro corazón con la esperanza de la fe en él 4.
En cuanto a la circuncisión, en la que ellos ponen su confianza no tiene valor alguno. Porque el Señor ordenó la circuncisión, pero no de la carne. Pero ellos transgredieron el mandato porque el ángel malo los enredó. Díteles a ellos el Señor: aEsto dice el Señor vuestro Dios: no sembréis sobre las espinas, circuncidaos para vuestro Señor» (Jer 4, 3). Además, ¿qué quiere decir: «Circuncidad la dureza de vuestro corazón, y no endurezcáis vuestra cerviz»? Y en otro lugar dice: «...Todas las naciones son incircuncisaS en su prepucio, pero este pueblo tiene incircunciso el corazón» (Jer 9, 25). Objetarás: La circuncision es en este pueblo como un sello. Pero te contestaré que también los sirios y los árabes y todos los sacerdotes de los ídolos se circuncidan... 5
Nuestra salvación en Cristo El Señor soportó que su carne fuera entregada a la destrucción para que fuéramos nosotros purificados con la remisión de los pecados, que alcanzamos con la aspersión de su sangre. Sobre esto está escrito aquello que se refiere en parte a Israel y en parte a nosotros, y dice: «Fue herido por nuestras iniquidades y quebrantado por nuestros pecados: con sus heridas hemos sido sanados. Fue llevado como oveja al matadero y como cordero estuvo mudo delante del que le trasquila» (Is 53, 5-7). Por esto hemos de dar sobremanera gracias al Señor, porque nos dio a conocer lo pasado, nos instruyó en lo presente y no nos ha dejado sin inteligencia de lo por venir... Por esto justamente se perderá el hombre que, teniendo conocimiento del camino de la justicia, se precipita a si mismo por el camino de las tinieblas. Y hay más, hermanos míos: el Señor soportó el padecer por nuestra vida, siendo como es Señor de todo el universo, a quien dijo Dios desde la constitución del mundo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gén 1, 26). ¿Cómo soportó el padecer por mano de hombres? Aprendedlo: los profetas profetizaron acerca de él, habiendo recibido de él este don: ahora bien, él, para aniquilar la muerte y mostrar la resurrección de entre los muertos, soportó la pasión, pues convenía que se manifestara su condición carnal. Así cumplió la promesa hecha a los padres, y se preparó para sí un pueblo nuevo, mostrando, mientras vivía sobre la tierra, que él había de juzgar una vez que haya realizado la resurrección. En fin, predicó enseñando a Israel y haciendo grandes prodigios y señales, con lo que mostró su extraordinario amor. Se escogió a sus propios apóstoles, que tenían que predicar el Evangelio, los cuales eran pecadores con toda suerte de pecados, mostrando así que «no vino para llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9, 13): y entonces les manifestó que era Hijo de Dios. Porque, en efecto, si no hubiera venido en la carne. los hombres no hubieran podido salvarse viéndole a él, ya que ni siquiera son capaces de tener sus ojos fijos en el sol, a causa de sus rayos, el cual está destinado a perecer y es obra de sus manos. En suma, para esto vino el Hijo de Dios en la carne, para que llegase a su colmo la consumación de los pecados de los que persiguieron a muerte a sus profetas: por esto soportó la pasión...


Epístola de Bernabé, 2-5 (70-130)

domingo, 1 de noviembre de 2009

La vocación de los Elegidos


LA VOCACIÓN PROPIA DE LOS ELEGIDOS

Procuremos entender bien esta vocación, con que son llamados los elegidos; no que sean elegidos porque antes creyeron, sino que son elegidos para que lleguen a creer. El mismo Jesucristo nos declara esta vocación cuando dice: No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros. [1] Porque si hubieran sido elegidos por haber creído ellos antes, entonces le hubieran elegido ellos a Él primeramente al creer en Él, para merecer que Él les eligiese después a ellos. Lo cual reprueba absolutamente el que dice: No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros.
Sin duda que ellos le eligieron también a Él cuando en Él creyeron. Pues si dice: No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, no lo dice por otra razón sino porque no lo eligieron ellos a Él para que El les eligiese a ellos, sino que Él les eligió a ellos para que ellos le eligiesen a Él; porque les previno con su misericordia según su gracia y no según deuda. Les sacó, sí, del mundo cuando aún vivía El en el mundo, pero ya les había elegido en sí mismo antes de la creación del mundo. Tal es la inconmutable verdad de la predestinación y de la gracia. ¿Acaso no es esto lo que dice el
Apóstol: Según nos escogió en él antes de la fundación del mundo? [2] Porque si verdaderamente se ha dicho que Dios conoció en su presciencia a los que habían de creer, no porque Él habría de hacer que creyesen, en tal caso contra esta prescienca hablaría el mismo Jesucristo cuando dice: No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, pues resultaría más bien cierto que Dios conoció en su presciencia que ellos habían de elegirle a Él para merecer que Él les eligiese a ellos.
Así, pues, han sido elegidos desde antes de la creación del mundo con aquella predestinación por la cual Dios conoce en su presciencia todas sus obras futuras y son sacados del mundo con aquella vocación por la cual cumple Dios todo lo que Él mismo ha predestinado. Pues a los que predestinó, a ésos los llamó; los llamó, sí, con aquella vocación que es conforme a su designio. No llamó, por tanto, a los demás; sino a los que predestinó, a ésos los llamó; y no a los demás, sino a los que llamó, a ésos los justificó; y no a los demás, sino a los que predestinó, llamó y justificó, a ésos los glorificó con la posesión de aquel fin que no tendrá fin.
Es Dios, por tanto, quien eligió a los creyentes, esto es, para que lo fuesen, no porque ya lo eran. Y así dice el apóstol Santiago:¿No ha elegido Dios a los pobres de este mundo, para que sean ricos en fe y herederos del reino que ha prometido a los que le aman? [3] En virtud de su elección, por tanto, hace ricos en la fe lo mismo que herederos del reino. Con toda verdad se dice, pues, que Dios elige en los que creen aquello para lo cual los eligió de antemano, realizándolo en ellos mismos. Por eso, yo exhorto a todos a escuchar la palabra del Señor cuando dice: No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros. ¿Quién oyéndola se atreverá a decir que los hombres creen para ser elegidos, siendo así que más bien son elegidos pata que lleguen a creer?; no sea que, contra la sentencia de la misma Verdad, se diga que han elegido primeramente a Cristo aquellos a quienes dice el mismo Cristo: No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros.


San Agustín (De la Presedtinación de los Santos)

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